jueves, 16 de mayo de 2013

William Carlos Williams: La música del desierto

La música del desierto se publica en 1954. Tras su gran obra precedente, Paterson, será éste un título fundamental es su trayectoria poética; con él, William Carlos Williams inaugura una nueva etapa, la final, que tendrá continuidad en títulos como Viaje al amor o Cuadros de Brueghel. Es en este poemario donde lleva a la práctica su propuesta del “pie variable”, especie de unidad rítmica y de medida, que él confía más al oído del poeta que a una serie de reglas definidas, para así tratar de ordenar el caos en que se había convertido la poesía al abandonarse sin tasa al verso libre.
El libro empezó a cobrar forma tras un viaje que Williams realizó a Nuevo Méjico en 1950, visitando las ciudades vecinas de ambos lados de la frontera: El Paso y Ciudad Juárez. En esta obra quiso dejar plasmada su convicción de la imprescindible necesidad rítmica de la poesía, por medio de su descubrimiento del pie variable, pues “no hay verso que pueda ser libre, debe ser gobernado por algún tipo de medida, mas no la vieja medida”.
Componen el texto doce poemas, siendo el más extenso y último de ellos el que da título al libro. El primer poema es El descenso; en él reconoce el descenso como un hecho para, a partir de tal reconocimiento, actuar. Así la realidad podrá ser transformada mediante la imaginación: “El descenso nos llama / como nos llamaba el ascenso”; “Ninguna derrota es enteramente una derrota / pues / el mundo que abre es siempre un sitio / hasta entonces / insospechado”; “Surgido de la desesperación, / inconcluso, / el descenso / despierta a un nuevo mundo / que es el reverso / de la desesperación”. La memoria, bien personal bien de hechos históricos, es un instrumento para la acción; (también en La flor amarilla sirve para “abrir paso al reverso de la desesperación”).
La mente, a pesar de su trampas, es generadora de la actuación: “La mente / vive ahí. Es incierta / y puede engañarnos, dejándonos / medio muertos. Pero en recursos / ¿qué cosa puede igualarla? En este caso (Para Daphne y Virginia), el actuar se plasma en la escritura ya que los poemas y la mente “avanzan juntos”. Lo mismo que el tema de una música se repite, se trata de “repetir / y repetir / hasta que  / el pensamiento / se disuelva     / en lágrimas” (La orquesta), donde de nuevo el pensamiento ha de resolverse en acción.
En el poema A un pero herido en la calle, se dirige a Char: “René Char, eres, un poeta que cree en / el poder de la belleza / para corregir el mal. / Yo lo creo también.” Es una declaración del valor ético de la poesía y de su compromiso, más allá de lo político, con la propia vida. La flor deberá ser un elemento para la transformación desde el dolor, estableciendo un paralelismo con una obra de Miguel Ángel: “he ahí los / torturados cuerpos / de / Los esclavos y / el torturado cuerpo / de mi flor... que yo he de naturalizar / y aclimatar / y hacer mía” (La flor amarilla).
Afirma, una y otra vez, el valor de la imaginación como principio de la acción, de la creación poética: “¡todo sucede / de acuerdo a la imaginación! / ¡Sólo la imaginación / es real!”, aunque confiese que “para hablar, sólo tenía / mis ojos” (La Hostia). Así lo atestigua de nuevo en Profunda fe religiosa –que es, evidentemente, un acto de fe poético–: “Si no nos eleva / más allá de la muerte, / más allá de los días de lluvia... / la poesía / es inútil”; “Nuestros poetas debieran / avergonzarse... / impresionados / por el laboratorio, / han olvidado / las flores, / ¡y estas superan cualquier laboratorio! / Han renunciado al oficio / de la invención, y / su imaginación dormita / en un jardín de amapolas.”
La música del desierto es un poema extenso en el que varias voces van alternándose. Se trata de un poema en donde la observación y la escucha permiten asistir al nacimiento de la poesía, identificada con la danza, como lo feraz puede surgir de lo estéril (música del desierto). Se abre el poema con un “La danza comienza”, para, a continuación presentar la figura de “una masa inhumana y amorfa”, que, a pesar de su apariencia –y de que, “para la ley sólo habría un cadáver”–, simboliza el embrión del que puede nacer la vida. La danza, presente a lo largo del poema, implica la idea de que la música surge de lo yermo, de que la poesía puede ser una apuesta por reconciliar los contrarios, o un intento de organizar lo informe.
Proclama en varias ocasiones sus principios respecto al poema: “Sólo el poema, medido con exactitud; / imitar, y no copiar”. Insiste en su idea de que el poema debe imitar la naturaleza y no copiarla, “pues copiarla sería una vergüenza”.
© Copyright Rafael González Serrano

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