lunes, 3 de febrero de 2014

Yorgos Seferis: Mythistorima (Novela)

Nacido en una ciudad griega trimilenaria (de la que todos los griegos fueron expulsados tras la ocupación turca), Esmirna, en 1900, la obra de Yorgos Seferis constituye un empeño denodado por el regreso (quién sabe si imposible), ya que, para él, el viaje de vuelta es lo más característico de lo griego (Odiseo). Desterrado, viajero impenitente (por condición o actividad profesional), tuvo la sensación de estar siempre en mitad de algo, como entre dos puertos. Por ello, más emblemática que su obra Mythistorima, nada, pues cuando la escribe y publica se halla “nel mezzo del cammin” (que diría el florentino). Es de 1935, aproximadamente hacia la mitad de su vida.
Mythistorima es una composición de veinticuatro poemas líricos y dramáticos en verso libre. El término en griego coloquialmente significa “novela”. En la primera edición, anota Seferis: “Mythistorima– son sus dos componentes los que me hicieron elegir el título de este trabajo: MYTHOS (mito), porque he usado, con claridad, cierta mitología; ISTORIA (historia en ambos sentidos de la palabra: el de hecho real y el de relato), porque he intentado expresar, con cierta coherencia, una situación tan independiente de mí como los personajes de una novela.”
Este libro está escrito desde la noción del exilio, y hay en él una presencia constante del viaje, del eterno retorno que lo asemeja a Odiseo. Así, en el poema I, escribe: “Al mensajero / tres años lo esperamos a porfía /…/ Fundidos a la reja del arado o a la quilla del barco / buscábamos hallar de nueva cuenta la semilla primigenia / de la que germinase una vez más el más antiguo drama.” Continúa: “hemos tornado a nuestras casas rotos / extenuados los miembros, las bocas agrietadas”; para concluir: “A nuestra vuelta hemos traído / estos bajorrelieves de un arte muy antiguo.” Ese germinar el antiguo drama denota su esfuerzo por revivir el sentido del mito en su época, en la secularidad de la vida cotidiana, del presente más habitual.
La peregrinación, la búsqueda, la siempre reiniciada travesía, y las preguntas que ese deambular le sugieren se convierten en claves de la poesía de Seferis, y cifran la imagen de la vida, siempre asediada por la conciencia de la temporalidad y de la pérdida. En el poema VIII se recoge: “Pero ¿qué buscan nuestras almas en su viaje / sobre maderos que la sal del agua pudre / de puerto en puerto?” “Que eran hermosas islas lo sabíamos / por ese rumbo por donde andamos a tientas / un poco más acá un poco más allá / a una ínfima distancia.”
Los símbolos del vacío, la soledad, de lo estéril se manifiestan en ese pozo que contiene la nada: “Un pozo más en una gruta /… y la gruta apuesta el alma y la pierde / a cada instante, llena de silencio, sin una gota.” (poema II) Y en el poema XV insiste: “Apiádate… / de aquellos que hablan solitarios con aljibes y pozos / y entre las ondas de la voz se ahogan.” Y vuelve a lamentarse en el poema XVIII por “haber dejado correr un ancho río entre mis dedos / sin beber una sola gota. / Ahora me hundo en la piedra.”
La historia –en el sentido de narración– que escuchamos en sus poemas no está contada por alguien diferente, distinto a aquellos que padecieron la otra historia. Por eso afirma que “si el alma a sí misma / se quiere conocer  / es en un alma / donde debe mirar: / al extranjero y al enemigo en el espejo lo hemos visto.” (poema IV). El otro, pues, es también uno mismo; y el sentimiento de tragedia –en su sentido clásico– es la aceptación del destino (mas, para Seferis, no como una fatalidad inevitable), la plasmación de esas calamidades en una representación, en una escenificación, que hace las veces de catarsis.
Porque sus hombres huecos, vacíos, somos todos. Escribe en el poema X: “Carecemos de ríos, carecemos de pozos, carecemos de manantiales, / tan sólo unas cisternas –y vacías, donde suena el eco– a las que veneramos. / Un sonido estancado y hueco, igual que nuestra soledad / igual que nuestro amor, igual que nuestros cuerpos.” Y es que esos seres abstraídos, agotados y cercanos a la alucinación se sientan a mirar el crepúsculo y “miramos encenderse en el ocaso / tablones rotos de unos viajes que nunca han terminado / cuerpos que ya no saben cómo amar.”
Y es que siempre el viaje vuelve como un leimotiv incesante, como una constante que atraviesa todo el texto, y en la cual se halla viva tanto la tradición cultural griega como el dolor de un cuerpo maltratado y exhausto como el del pueblo griego: “Nosotros que partimos en esta peregrinación / hemos mirado las estatuas rotas / … hemos dicho… / que tiene la muerte caminos ignotos / y una justicia propia; /  … que en tanto que nosotros, aún de pie, / morimos hermanados en la piedra / unidos a dureza y a flaqueza, / los muertos de otros tiempos han roto el círculo y de nuevo se han levantado / y sonríen en una extraña paz.” (poema XXI). Ese periplo, que es también a través del tiempo, no puede ser de otro modo que por el mar: “El mar, el mar ¿quién podrá agotarlo? (poema XX).
La memoria es necesaria para recuperar ese tiempo pasado y traerlo al presente, no como pura arqueología sino como vivencia genésica, tal y como solicita en el poema XXIV: “que no se olviden de nosotros, frágiles almas entre los asfódelos, / que vuelvan las cabezas  de las víctimas al Érebo”; si bien que en algún pasaje también rechace esa memoria, renuncie a ella –puede que por fatiga y desencanto pasajeros–, apelando a una “voluntad de olvido” (poema VI).
El helenismo de Seferis no es sentimental, ni fruto de reivindicaciones políticas, sino de asumir cabalmente la tradición cultural de su tierra y, en tanto que tal, una aceptación del destino como purificación. En su libro se encuentra presente un nosotros, puesto que sus compatriotas –y podría hacerse extensible a todos sus coetáneos– viven (vivimos) ese drama, esa tragedia en sentido clásico; y también estando de regreso, volviendo al camino, amamos la vida, ya que: “Un poco más / y veremos florecer a los almendros / brillar al sol los mármoles / al mar romperse en olas // un poco más, / alcémonos aún un poco más.” (poema XXIII). Concibe, pues, la poesía como un método de conocimiento, y su humanismo le lleva a reflexionar, a partir de los mitos y la historia, sobre los universales del hombre: la alegría y el dolor, el pasado y el presente, la vida y la muerte.
   
© Copyright Rafael González Serrano

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