Del mismo modo
que otros autores como Jules Supervielle, Marguerite Duras, Albert Camus o
Michel Houellebecq, Edmond Jabès es un escritor francés nacido fuera de
Francia; aunque su lengua originaria es el francés, a diferencia de otros
autores provenientes de diferentes lugares que escogerán ese idioma como lengua
de creación literaria (como Ionesco, Cioran o la segunda etapa de Beckett, por
ejemplo). Nació en El Cairo en 1912 en el seno de una familia judía francófona.
Su ingente obra, fundamentalmente en prosa, se reúne en los volúmenes que
constituyen el ciclo de El libro de las
preguntas (1963-1973), a los que siguieron las entregas de El libro de las semejanzas (1976-1980),
y El libro de los márgenes, ente
otros libros. Fallecerá en París en 1991.
En El umbral La arena (1943-1988) se reúne todas sus publicaciones poéticas, desde el primer título Construyo mi morada de 1957, donde ya se agrupa toda su obra entre 1943 y 1957, hasta La llamada de 1988 (aunque no se pueda considerar cada parte como un libro –las hay muy breves– sino más bien como una sección de un todo). Es pues este vasto volumen –setecientas páginas en la meritoria edición bilingüe del desaparecido sello Ellago Ediciones– una recopilación de toda su producción poética.
En El umbral La arena (1943-1988) se reúne todas sus publicaciones poéticas, desde el primer título Construyo mi morada de 1957, donde ya se agrupa toda su obra entre 1943 y 1957, hasta La llamada de 1988 (aunque no se pueda considerar cada parte como un libro –las hay muy breves– sino más bien como una sección de un todo). Es pues este vasto volumen –setecientas páginas en la meritoria edición bilingüe del desaparecido sello Ellago Ediciones– una recopilación de toda su producción poética.
Siendo como es imposible
analizar pormenorizadamente tan extenso volumen, nos centraremos en algunos de
los temas mostrados recurrentemente a lo largo de algunas secciones de estas
Obras completas. En la parte cuyo título general es El umbral, se incluyen las composiciones escritas entre 1943 y 1957
(viene a ser una reorganización definitiva de la primera compilación Construyo mi morada).
El libro (la
escritura, la palabra, la mano que escribe) y el desierto (la arena, la
errancia, la condición extranjera), serán dos de sus principales obsesiones;
son las metáforas de un territorio vacío –las páginas no escritas aún, las
arenas sin cruzar– que sólo puede llenar la palabra poética o el viaje; que la
pisada atravesará o la mano desvelará en la frontera entre lo dicho y lo no expresado.
Y a la cuestión de dónde proviene el impulso que posibilita esa tarea –el
camino, la redacción–, responde Jabès: “Sabemos que somos nosotros quienes
fabricamos nuestros recuerdos, pero hay una memoria más antigua que los
recuerdos… Memoria de todos los tiempos que dormita en nosotros y está en el
corazón de la creación.”
Y a cómo se
realiza el paso desde el silencio, o el vacío –que están en el origen de todo,
y quizá en el fin– a lo escrito, responde Jabès que mediante la escucha: “un
temblor de la escritura lo revela a veces; ese temblor está provocado por la
escucha”; la escucha del interior, o del universo. Porque el universo se halla
presente en su escritura mediante una serie de vínculos entre lo telúrico, lo
temporal, lo lírico: “Mis días son días de raíces, / son yugo de amor celebrado
//…// La tierra flota en / vanas visiones de viaje”, poema II de La ausencia de lugar (1956). Y lo
onírico y lo natural se enlazan en los contrapuntos existentes entre las
diversas voces –a las que también se suma ‘El eco’–que aparecen en el poema Las llaves de la ciudad (“tus guantes de
piel de océano / tus zapatos azules de sueño”).
Un elemento
esencial de su poesía es el conflicto proveniente de su condición de extranjero
y, por tanto, desgajado de sus orígenes. Y de ahí la ajenidad en relación con
el mundo que le rodea, y la errante condición que le lleva a tener el viaje y
el camino como referentes fundamentales. El poeta yerra, recorre espacios
(símbolos una vez más del vacío genésico), ya sea por tierra o por mar; y en la
tierra está presente el desierto (arena, dunas), y en el mar la inmensidad del
agua. Ese vagabundeo no deja de ser un éxodo permanente; de ahí que carezca de
un lugar propio, de ahí “la ausencia de lugar”. ‘La voz extranjera’ toma presencia
en varias composiciones, y en el poema El
extranjero afirma: “El extranjero tiene dificultades para que le entiendan
/ Le reprochan gestos y lengua / Y por su paciente cortesía / cosecha insultos
y amenazas” (recogido en La corteza del
mundo, 1953-1954). O en El peregrino:
“La tierra aprendida es una prisión / Los barrotes son los caminos contados”
(de El centro de la sombra, 1955).
El sufrimiento,
la violencia, la muerte, también transitan su obra. Así ocurre en Canciones para el almuerzo del ogro, poemas
escritos entre 1943 y 1945; composiciones en las que parece inspirarse en los
padecimientos sufridos por los judíos en la Shoah. “La tierra ignora a la
tierra / y el corredor agotado // se derrumba al borde del cielo” (Canción de de la serpiente con lunares);
y una vez más el motivo del forastero: “Con las piedras, un mundo se
reconcome / por ser, como yo, de ninguna
parte” (Canción del extranjero); y
abiertamente el acabamiento: “Mis dientes buscan una boca menos vacía / en la
tierra o en el agua, / en el fuego. / El mundo es rojo. //…// Los jinetes de la
muerte me llevan. / He nacido para amarles” (Canción del último niño judío).
En
contraposición a lo anterior, el amor, la emoción, el anhelo hacia esa mujer, a
la que celebra (“Hermosa… / de pies de sed por el agua calzados / Desmelenada
nunca más desnuda...”), así mismo configuran su obra. En varias composiciones
se dirige a esa mujer –a la que percibe en ocasiones con el cabello libremente
suelto– como una instancia salvadora frente a la desolación de la nada. “Basta
que un seno ruede en un pozo para que todas las aguas sean femeninas” (de los
poemas en prosa de Tres chicas de mi
barrio 1946-1947). En La sed del mar,
poema contenido en La voz de tinta (1949),
se dirige a un tú mujer, con todos sus atributos, sus identidades, sus
referentes, a quien expresa su deseo de que llegue a él: “el polvo levantado
del viento / aullando tu nombre / mi nombre”; y además, en esta ocasión, usando
un lenguaje claro y sencillo.
Con la anáfora
como recurso repetido, con el referente iterativo en la naturaleza, con el
apóstrofe apasionado hacia la mujer, construye alguno de sus poemas amorosos
más intensos, como ocurre en el extenso poema El fondo del agua de 1946. “Hablo de ti /…/ Hablo de ti / Una
multitud responde /…/ Y sin embargo / el silencio mata como la muerte.” Y
avanzando insiste: “Nada / sino la atracción del día sobre una sombra encerrada
/…/ Nada / sino la caída del fuego / sobre una semilla de cristal.” Para
concluir gozoso y contundente: “Hablo / para el viento en el mar /…/ para la
sal en las raíces /…/ para que dure el gesto /…/ Sólo / para clavarte viva / a
mi lado.”
© Copyright Rafael González Serrano