La Obra completa de A. O. Barnabooth consta del cuento El pobre camisero, de las Poesías y del Diario íntimo. Las tres secciones están íntimamente relacionadas
pero, por razones obvias, nos centraremos en los Poemas. También en ellos, Larbaud realiza un doble juego de
ficción. No sólo ha creado al personaje de Barnabooth sino que también el
editor del libro es ficticio, Xavier Maxence Tournier de Zamble, y a él dedica y
envía la segunda parte de sus composiciones Barnabboth (aparecido ya en 1908,
es decir, con varios años de adelanto al Álvaro de Campos de Pessoa). Los Poemas están divididos en dos partes: la
primera consta de varios poemas, Los
borborigmos, y la segunda es una extensa composición dividida en once
poemas, titulada Europa.
Los borborigmos es el título irónico que utiliza Larbaud para la
primera sección del libro, y ya en el poema Prólogo
los define: “¡Borborigmos!, ¡borborigmos!... / Gruñidos sordos del estómago y
de las entrañas, / lamentos de la carne modificada sin descanso, / voces,
cuchicheos orgánicos irreprimibles, / voz, la única voz humana que no miente, /
e incluso persiste algún tiempo después de la muerte fisiológica / … /
¿Existirá también en los órganos del pensamiento, / inaudibles por el grosor de
la cavidad craneana? / Al menos, he aquí unos poemas a su imagen…”
A pasar de su singularidad, el
protagonista de los versos siente una identificación, no exenta de cierto
distanciamiento, con respecto a los otros: “He andado ente la masa con delicia,
/ pues yo mismo y mis deseos somos masa. / … / Y si en algo, ¡ay!, me distingo
de vosotros / es porque veo, / … / infamada, ignorada, proscrita, / diez veces
misteriosa, / la Belleza Invisible” (Lo
innombrable). Plasma así esa antítesis entre pertenecer a la élite pero
también sentirse pueblo. Y en El don de
sí mismo, quiere ofrecerse a los demás, aunque es consciente de estar
abocado a la absoluta soledad: “Tomad cuanto soy: el sentido de estos poemas, /
no la letra, sino lo que aparece a mi pesar a su través”, aunque “adonde quiera
que yo vaya /… / me encontraré siempre /… / el incolmable Vacío, / la
inconquistable Nada.”
Existe una constante
reivindicación de la cultura y de la ciudad, siendo está el culmen de esa
cultura occidental, permitiéndose incluso despreciar lo natural: “Desprecio los
países coloniales, dueños sólo / de la maravilla de su naturaleza, que no han
sabido / ni tan siquiera procurarse un Teócrito. / Me asquean los días pasados
en hamacas, / con ropa de lino, en ciudades sin tiendas; / me asquean la caza
de fieras salvajes, los regios / palacios de la India y las ciudadelas de
Australasia, / donde no hacía más que pensar en ti, en ti, Europa. / ¡Porque en
ti, ente la niebla, viven las bibliotecas!”
Todos los elementos de la
civilización se hallan presentes: ciudades, puertos, transatlánticos, trenes,
los objetos exquisitos y los refinamientos culturales. Ya, desde el inicio dedica
una oda –precisamente su poema Oda–
al tren (de lujo que recorre Europa): “¡Préstame tu ruido inmenso, tu inmensa
marcha tan dulce, / tu deslizar nocturno por Europa iluminada, / oh tren de
lujo! / … / prestadme , oh Orient Express, Sud-Brenner-Bahn, prestadme /
vuestros milagrosos ruidos sordos, / y vuestras vibrantes voces de reclamo.”
También dedica, en el poema I de la sección Europa, un canto al faro que ve en la aproximación
del transatlántico a la costa: “Gira su cabeza de fuego en la noche, gigante
derviche, / y con su vértigo luminoso / alumbra los senderos del campo, los
setos en flor, las chozas…” Y en el III, es Europa en todos sus aspectos la
protagonista: “¡Europa!, satisfaces los apetitos ilimitados / del saber, y los
apetitos de la carne, / y los del estómago, y los apetitos / indecibles y más
que imperiosos de los Poetas, / y todo el orgullo del Infierno.”
El libro es una nostálgica evocación
de Europa, la de el rico heredero Barnabooth, que mira a Europa como un
extranjero que la ha hecho suya, lo mismo que ha hecho propios a esos objetos,
por lo general lujosos, que se presentan como los asideros de la memoria, si
bien que a la par son un testigo del paso ineludible del tiempo. Mas ese personaje
ficticio, como americano que es, conoce las grandes extensiones: “En Colombo o
en Nagasaki yo leo los Baedekers / de Austria-Hungría o de España y Portugal; /
… / ¡Y vosotros, puertos de Istria y de Croacia, / orillas dálmatas, verde y
gris y blanco puro!”
Porque en los versos de Larbaud
hay una clara manifestación de su búsqueda de lo absoluto, espacial y temporal.
Aunque en el citado poema III de Europa
insista en que: “para mí, Europa es igual a una sola ciudad inmensa / llena de
provisiones y de placeres urbanos, / y el resto del mundo / me parece campo
abierto por el que corro, / sin sombrero, contra el aire, lanzando gritos
salvajes”; y, aunque en Mi musa
afirme que “canto lo que es Europa, sus teatros, sus ferrocarriles, sus
constelaciones de ciudades”, también confiesa: “¡Versos míos, dorados versos,
poseéis la fuerza / y el ímpetu del paisaje y del bestiario tropicales, / la
absoluta majestad de las montañas nativas, / los cuernos del bisonte, las alas
del cóndor!” Reconoce también que sólo los grandes espacios puedes saciar esa
sed de absoluto.
El hombre rico que era el autor, culto
y exquisito, recluido en sus posesiones, da vida a un alter ego (si cabe,
muchísimo más rico). Confiesa que por su abundancia de medios le está vedado el
Mal –tanto como el ser considerado por los demás como provisto de espíritu y
talento–. Por ello, reivindica también la experiencia del dolor y la abyección:
“Dadme la visión de todos los sufrimientos, / dadme el espectáculo de la
belleza ultrajada, / de todos los actos deshonestos y todas las ideas viles /
... / Quiero ir más lejos que nadie en la ignominia y la reprobación.” (L’ eterna volutta).
El escritor, en esta obra y por
medio de su personaje, muestra su deseo de saber todo (“¿No será que tengo
hambre de lo desconocido?”, Nevermore),
de leer todos los libros, de conocer todas las lenguas (de hecho, él dominaba,
además de su idioma, el alemán, el inglés, el español, el italiano), de ser, en
definitiva, un cosmopolita del espíritu. Y ese ansia de conocimiento total está
tan espoleado como acechado por la certeza de que todo proyecto que pretenda
perpetuarse en el tiempo está precisamente condicionado por él y condenado al
olvido. Esa consciencia de estar sometido a lo apodíctico de la esencia del
hombre paradójicamente es su impulso motriz, y no, como alguno ha propuesto
–Alvaro Mutis– que es un sentimiento de exilio, de estar fuera de su mundo, lo
que le aboca a la angustia, que alejará volviendo a su tierra y su gente.
Olvida el colombiano que, tras el personaje “americano”, está el francés y muy
europeo Larbaud.
© Copyright Rafael González Serrano
Rafael, me ha gustado tu entrada sobre Larbaud. El escritor residió en Alicante a principios de los años veinte. Su interesante diario sobre aquellos días lo editó la Diputación hace ya unos cuantos años.
ResponderEliminarLlevas razón, José María, vivió en Alicante y hasta estuvo a punto de casarse con una alicantina. Viajó bastante por España y tradujo a, entre otros, Gómez de la Serna. Lo del diario lo desconocía; gracias por la información, y por tu comentario.
Eliminargracias por su visita ...es un placer su blog
ResponderEliminarsaludos
Gracias a ti, María; siempre tan amable. Un saludo
EliminarMe ha encantado gracias, quiero saber más de la obra.
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