En el libro habitan resonancias
místicas y teresianas (esas moradas a través de las cuales se aspira a la
comunión con el Uno). Sí, puede que un misticismo laico –valga el oxímoron– como se encarga el autor de manifestar en la
apelación que es la Oración a Juan de la
Cruz (elidido el San), donde, en anafórica pregunta, insta al poeta
abulense para que le de las claves de lo que reside “más allá de la espesura”.
El poemario se articula en cuatro
partes y un proemio. In límine, la figura terrible de Moloch, dios sediento de
sangre al que los judíos y púnicos (Cartago), ofrecían en sacrificio, el tofet,
a los niños recién nacidos para aplacar su ira: “Todavía su violencia / nos exige
sacrificios / y nos abandona / hundidos en el vértigo / que la sangre
alimenta.” Porque el dolor también nos constituye –de ahí, el referente–, y por
ello nos obstinamos en permanecer en el umbral de la herida, “esclavos e
insumisos / del olvido y la memoria”, doble y nueva asociación de contarios.
El tema del exilio aparece
ejemplarizado en diversos poemas con obvios protagonistas: Prometeo, exiliado
en el Mar Negro, sometido a la incesante tortura del “ángel-águila” devorándole
las entrañas, lamentándose de ese eterno retorno, de la repetición de su
condena (Prometeo encadenado); o las
Danaides –hijas del exiliado Dánao en Argos– penadas a llenar un barril sin
fondo: “sed de ocasos / nunca saciada.” O, incluso, en el hijo pródigo, como
símbolo también del viaje y, por tanto, del exilio, aunque ese fugitivo sepa
“que no hay huida posible”, y tenga que retornar habiéndolo perdido todo en los
caminos.
El poeta nos confronta con el
“ruido del mundo”. En La danza de Shiva
(dios hindú de la destrucción y, precisamente por ello, de la transformación),
son de nuevo los contarios los que se armonizan: “No hay quietud sin
movimiento, / ni silencio sin alboroto.”
Esa inseguridad del ámbito externo donde nos afanamos es la que genera
el abismo que amenaza con devorarnos: “No hay lugar seguro / ni centro, sólo
fauces” (Aún somos). Y en una
enumeración que conduce al acabamiento, se intuye lo terriblemente ineludible:
“Presientes la llama, la brasa, la ceniza” (Alto
voltaje).
La perdurabilidad transita los
poemas de la sección Le dur désir de
durer. Es el ansia de trascenderse aún a sabiendas de su inviabilidad. O de
participar en la génesis de un espacio propio: “Busco un lugar donde vivir en
la negación de las respuestas” (De noche),
pues aunque haya una búsqueda de respuestas ante los enigmas, refutarlas es la
única estrategia para no caer en la complacencia. Otra táctica sería
experimentar la confluencia con todo lo que es y lo que no es: “Hoy existo en
todo lo que existe / y muero en todo lo que muere” (Ubicuo). Pero la apuesta por la Vida
es tan arriesgada como concluyente e inefable en su manifestación: “Cualquier
nombre resulta inexacto / para definir aquello que nos acaricia / mientras nos
destruye.”
El hallazgo y la pérdida, que son
en definitiva las guías sobre los que se desliza el sentimiento amoroso, hallan
también su “morada” en estos versos. De ahí que el poeta explore el amor y su
posibilidad, la compleja conflictividad entre la presencia y la ausencia.
Muestra de ello son varios extensos poemas de tono elegiaco. Y de pérdida trata
el poema sobre Orfeo, aunque la palabra cumpla aquí la misión de restituir esa
pérdida: “puedo darle ser en el ser de la palabra” (El desconsuelo de Orfeo).
Porque precisamente en la palabra
reside tanto la salvación como el peligro. Está la necesidad de decir, de
nombrar lo que se fuga: “Déjate nombrar, /... / palabra no dicha”, y así buscar
el significado –“dale un sentido a mi afán estéril”–, pues intuimos que hay un
más allá del lenguaje, la condición última de la realidad más radical. El
no-decir remite a lo inexplicable, no ya sólo racionalmente sino incluso
metafóricamente, lo misterioso –o numinoso– que quizá sólo habite en el
silencio.
Pero la exploración del lenguaje es
una posibilidad, un envite en el arriesgado juego de la vida. De aquí que José
Luis Zerón escoja muy a conciencia los términos que desafíen al abismo de la
página en blanco mediante el uso de un lenguaje sustantivo y esencial (“vida”,
“luz”, “ruina”, “llama”, “duda”, “tiempo”, “muerte”, “mundo”, sueño”, “miedo”,
“anhelo”...), lejos de vencidas expresiones de un presente ruinoso, o
trivialidades con la espuria vocación de vanas provocaciones. Y a la par que el
decir, el mirar aliado; el mirar el mundo con el lenguaje de la intensidad (Miro el mundo). Porque el decir, el
nombrar, el ponerle palabra a lo indefinible, responde a esa necesidad de
“conjurar a la muerte”.
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