-¿Has
mirado el contador?
-Sí; ¿por qué?
-Pues
porque no te veo eufórico celebrando las más de cincuenta mil visitas, como hiciste
con las veinticinco mil anteriores.
-Tampoco
es que estuviera entonces, como dices, “eufórico”, pero sí moderadamente satisfecho.
-Y
ahora ¿no?
-Ya
te encargaste tú la otra vez de bajarme la moral, diciéndome aquello de que
cualquier famosete o estrellita reciben miles y miles de visitas en sus páginas
en muy poco tiempo.
-Y
es verdad. Y no veas en las redes sociales; eso a lo que tú no te quieres ni
asomar. En facebook o twiter pueden ser decenas de miles en unas horas. Y
seguidores, no veas: a cientos.
-De amigos, ¿no?
-De lo que sea; el caso es darse a conocer cuanto más mejor.
-Pues
muy bien; yo con esto que tú –querido blog– y yo realizamos me doy por
contento. Creo que hago –perdón, hacemos– una labor bastante digna.
-¡Vale!
Te paso la guasita del “querido blog”; pero no me hace mucha gracia que no me
tengas en cuenta para tomar depende de qué decisiones. Por ejemplo, lo de promocionarnos más.
-¿No
habíamos quedado en que yo era el jefe? Pues yo decido.
-¿Dónde
está eso acordado?
-Tácitamente
sí, pues al ser yo el que curraba –redactaba entradas, hacía las reseñas, seleccionaba imágenes, etc.–
me compete la responsabilidad de tomar decisiones. Tu labor era la de ser la
imagen, aunque se te subiese a la cabeza, puesto que decías aquello de que te
conocían en internet más que a mí.
-Ya
me estás vacilando. Pues no es poca cosa ser la marca de algo. Y estoy seguro de
que es más conocido De turbio en claro
que Rafael González.
-Sí,
aunque se te olvida un pequeño detalle.
-A
ver agudo bloguero.
-Pues
que tu nombre me pertenece, pues soy el que lo ha inventado: sin Rafael
González no existiría De turbio en claro.
-Vamos,
que tú eres mi dios.
-Por
mucho que quieras devolverme el vacile, sabes que no puedes refutarme lo que te
he dicho. A no ser que…
-…que
quiera independizarme de ti.
-Efectivamente,
aunque no sé cómo obtendrías tu propia autonomía.
-¡Anda!,
como si no hubiera habido personajes que se emancipan de su autor; o, al menos,
lo intentan.
-¡Caramba!
Leído me ha salido el mozo. Pero sabes de sobra que eso no deja de ser literatura.
La verdad es que yo soy tu único sustento y hacedor.
-Cosa
que cada vez llevo peor, y que no deja de molestarme –y casi humillarme–
profundamente. Aunque podría también tomar una decisión drástica.
-¿A
qué te refieres?
-No
te acuerdas ya de que debido a tu impericia…
-…dale
la burra al trigo; un fallo, ciertamente grave, pero que se subsanó, no me lo
vas a estar reprochando una y otra vez.
-Bueno,
pues ese fallito, me pudo costar la vida.
-No
te me pongas melodramático.
-No,
si lo que me puedo poner es hasta trágico.
-A
ver; explícate.
-Pues
que de la misma forma que tú a punto estuviste del homicidio –por muy
involuntario que fuese–, yo puedo poner en práctica el suicidio.
-¿Y
desaparecer? No te lo crees ni tú. Pues no tienes tú un ego la mar de subidito.
Y que ya nadie se pasease por tus páginas, por tu diseño informático, por tus
secciones y enlaces. ¡Vamos anda! Y que ningún navegante deslizase su mirada
por tu piel digital al desaparecer del inmenso océano de la Red. Se ve a la
legua que vas de farol.
-Siempre
me coges por el lado de mi irrefrenable vanidad. No sé por qué siempre caigo en
tus tretas.
-Porque
te conozco como si te hubiera parido.
-Vaya;
y además, sigues con la chufla.
-Es
que me lo pones como las carambolas a Fernando VII. Mira, lo mejor es seguir
como ya convenimos en nuestro anterior diálogo (o supuesta cháchara), pues es
beneficioso para ambos.
-¡Si
no queda más remedio!
-¡Que
así sea!
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