Magnificat se sitúa en el centro del libro y es una gran
celebración de Dios, elevando el poeta hacia Él un cántico de reconocimiento, a
la par que un rechazo de todos los falsos ídolos: “Bendito seáis, Dios mío, que
me habéis libertado de los Ídolos, / Y que hacéis que no adore más que a Vos
sólo, y no a Isis y a Osiris, / O la Justicia, o el Progreso, o la Verdad, o la
Divinidad, o la Humanidad, o las Leyes de la Naturaleza, o el Arte, o la
Belleza.” El deber poético consiste en hallar a Dios en todas las obras y
hacerlas asimilables al Amor, que es vida: “¡No está muerto quien vence la
vida, sino que vive quien destruye la muerte!... Pues la imagen de la muerte
produce la muerte, y la imitación de la vida / La vida, y la visión de Dios
engendra la vida eterna.”
También en esta oda celebra
Claudel el nacimiento de su hija María. A través de la conversión Dios le ha
librado de sus enemigos –“¡Permanece conmigo, Señor, porque la noche se
aproxima! /…/ ¡No me relegues con los Voltaire, y los Renan, y los Michelet, y
los Hugo, y los demás infames!” –; le ha dado un sentido católico –y, por
tanto, universal– de la existencia; y ese don él lo renueva a su vez con el
nacimiento de su hija: “Como ningún hombre es de sí mismo, no es tampoco para
el mismo” /… / El hombre [crea] al niño que no es para él, y el espíritu / La
palabra dirigida a otros espíritus.” El poeta acaba por entregarse de manera
jubilosa a la tierra nutricia: “Así como yo he recibido alimento de la tierra,
que ella reciba a su vez el mío tal como una madre de su hijo.”
La cuarta oda, La musa que es la Gracia, tras una
presentación, se organiza como una alternancia de estrofas y antiestrofas
correspondientes a la voz del poeta y a la de la Gracia. Ante el requerimiento
de la Musa, él le pide que le deje, le recuerda la alegría divina y su deber de
santificación. El poeta se vuelve hacia la tierra; hay una evocación del amor
carnal: “¡Aléjate un poco de mí! ¡déjame hacer un poco lo que quiero!” La Musa
le insiste: “¡No quiero que ames a otra mujer más que a mí /… / Y jamás serás
viejo para mí, sino que siempre serás joven y bello, hasta que seas conmigo un
inmortal.” Y sigue, con intención de covencerlo: “Para transformar el mundo no
necesitas ni el azadón ni el hacha, ni la paleta de albañil ni la espada. /
Sino que te basta mirarlo solamente, con estos dos ojos del espíritu que ve y
que oye.” Mas él se resiste, y declara que su misión no es la de vencer –“Ni
vencer, sino no ser vencido” –, o sea, “resistir”. Pero la contestación de la
Musa es amenazante: “Si no quieres aprender de mí la alegría, aprenderás de mí
el dolor.”
La tensión dialógica va en
aumento, y el poeta exclama al ser requerido con tanta insistencia: “¡Oh idea
de mi mismo que eras antes que yo!... ¿Qué exiges de mí? ¿Acaso debo crear el
mundo para comprenderlo?” Pero su interlocutora se revela: “Me llamas la Musa y
mi otro nombre es la Gracia.” Y continúa: “No eres tú quien me ha escogido, soy
yo quien te escogió antes de que nacieras. /… / No intentes darme el mundo en
tu lugar, / Pues eres tú mismo lo que yo pido.” Para concluir: “Como la palabra
ha sacado todas las cosas de la nada, a fin de que mueran, / Así tú has nacido
para que puedas morir en mí.” Mas, en el epodo, el poeta va a descartar la
tentación mística, y devuelve, con consternación, al “hijo de la tierra” a su
condición: “¡Desesperadamente me vuelvo hacia la tierra! /… / Quien ha amado el
alma humana, quien una vez estuvo compacto con otra alma viviente, ha quedado
preso para siempre.”
La quinta oda, La mansión cerrada, es un canto a la
comunión en la fe católica con todos los seres vivientes. Inicialmente, hay un
reproche hacia el poeta: “Vives completamente solo como un varón en tu gran
mansión cuadrada.” La guardiana del poeta responde: “Tu interés ya no está
fuera, sino en ti mismo;… ya no tienes que buscar fuera tu deber, sino en ti
mismo llevas tu necesidad”; y añade: “El corazón de ellos está vuelto hacia
fuera, pero el vuestro está vuelto para dentro hacia Dios.” La clausura le es
necesaria, debe ordenar su vida hacia el interior. La luz está en el interior y
las tinieblas fuera. Su deber es la contemplación de La Mansión Cerrada, donde
todo se vuelve hacia el interior y cada cosa hacia las otras siguiendo el orden
de Dios.
El poeta le contesta a su
guardiana (que simboliza la fe religiosa): “Ahora ya no tengo más [pasión] que
la de la paciencia y la del deseo / De conocer a Dios en su fijeza”; reconociendo
que “Quien hace mucho ruido se hace oír, pero el espíritu que piensa no tiene
testigos.” La palabra es fruto de la revelación: “El Verbo de Dios es Aquel en
el cual Dios se ha hecho al hombre dable.” Y le pide al Señor ser entre los
hombres: “Como un sembrador de silencio, como un sembrador de tinieblas, como
un sembrador de iglesias.”
Cantará a las grandes Musas
cuadradas, las Virtudes Cardinales (en oposición a las nueve musas paganas).
Describe cada una y la ubicación en su alma: Prudencia en el norte, Fortaleza
al mediodía, Templanza en el oriente y Justicia que mira a Occidente. A la luz
de estas virtudes, afirmará: “Veo ante mí la Iglesia Católica que es de todo el
Universo”; “Todo es mío, católico, y no estoy privado de ninguno de vosotros.”
Así se siente el poeta en comunión con las almas, el firmamento, la naturaleza.
Por eso alerta –“¡Escuchad el grito
lastimoso de los muertos!”–, pero sabe que para ellos existe el consuelo: “El
ángel de las mejillas besadas se dirige ya hacia el pueblo difunto con el vaso
de oro que ha tomado del altar, / Lleno de las primicias de la cosecha
terrestre.”
Como poeta posterior al
simbolismo, pero fiel a su influencia, su poesía está dominada por la analogía,
de tal forma que diferentes planos se relacionan entre sí, en una comunión
universal de trascendencia y naturaleza (lo espiritual y la existencia). Lo
mismo ocurre con los símbolos, que se significan en las metáforas frecuentes
empleadas por Caudel; baste señalar: el Espíritu, el Agua, más también, el
hombre, el poeta, etc. La pluralidad de significados enriquece el sentido de
una poesía que se va generando a la par que busca descifrar el misterio del
existir y su trascendencia ulterior. Y todo ello con la musicalidad de quien
conoce bien no sólo a los clásicos sino también la liturgia religiosa (lo
enfático, el versículo, los cantos, etc.); o consiguiendo que, mediante el lirismo
y la expresividad, la embriaguez pagana adquiere un sentido católico (la Musa
que deviene la Gracia).
En estas composiciones, Claudel
retoma temas de su producción anterior –sobre todo la dramática– como el amor,
la esposa, el niño (alabará el sacramento del matrimonio que sublima el deseo
de una relación verdadera con Dios), la oración y la comunión, el agua en tanto
que símbolo universal y principio de disolución. El poeta encarnará desde el
mero hombre hasta el esposo y padre –incluyendo una función sacerdotal– para
conseguir que todo lo que le debe al Espíritu (la mujer, la hija, la vida…)
tenga un sentido católico, de comunión universal en Dios, como muestra la
referencia a la misa en La mansión
cerrada. Las odas son pues un canto de celebración ofrecido a Dios, que también
supondría un canto de amor a la vida.
© Copyright Rafael González Serrano