martes, 28 de abril de 2015

Robert Lowell: Por los muertos de la Unión

Robert Lowell nació en Boston en 1917 y murió en Nueva York en 1977. En 1964 publica su sexto libro, Por los muertos de la Unión, que, en general, tuvo una favorable acogida por parte de la crítica. Otros títulos significativos de su obra literaria son Tierra de disparidad (su primer libro, de 1944), El castillo de Lord Weary (1947), Estudios del natural (en inglés Life Studies, de 1959), Junto al océano (1967), El delfín (1973) o Día a día (1977).
Aparte de el poema que da nombre al libro, y que es el más representativo del mismo, Por los muertos de la Unión, se incluyen otros títulos como Agua, El jardín público, Sudor nocturno, La urna neoclásica (sobre su infancia), Otoño 1961; algunos están dedicados a su familia, como Mediana edad (a su padre), Canción infantil (para su hija) o La antigua llama (a su ex esposa); otros lo están a personajes históricos como Calígula, o figuras literarias como Hawthorne. Incluso en un poema, Ojo y diente, aborda el tema de su enfermedad mental (aunque el libro es menos “confesional” que su anterior Estudios del natural).
En esta obra, Lowell llega a alcanzar un conocimiento muy preciso de sí mismo. En unos poemas es por medio de la memoria, como en El agua: “¿Recuerdas? Nos sentábamos sobre una roca lisa /… / El mar batía la roca / a nuestros pies.” Mas el deseo de unidad se verá truncado: “Deseamos que nuestras almas / pudieran retornar como gaviotas / a la roca. Al final, / el agua estaba demasiado fría para nosotros dos.” También en La urna neoclásica plasma el conflicto con lo vivido a través del recuerdo. Evoca su crueldad de niño para con las tortugas. Rememora cómo “corría bajo el sol… y me agachaba para capturar a las tortugas;” y continúa: “Llegué a apresar / treinta y tres tortugas, / que arrojé chapoteando en la urna del jardín.” Al recordar a esas tortugas muertas, concluye que: “Una tortuga nada es /…/ hay menos albedrío que en el mosquito que tengo que aplastar;” pero “me froto la cabeza, / mi concha de tortuga, / y respiro el olor a muerte que desprenden” (también su cabeza, identificada con esos cadáveres de tortuga).
La indagación sobre sí mismo sigue en otros poemas como en Sudor nocturno. Se encuentra en una habitación ordenada, y “en esta urna / la noche animal suda por el ardor del alma.” De nuevo la imagen de la tortuga vuelve a presentarse: “Pobre tortuga, galápago, si no puedo aclarar / la superficie de estas aguas agitadas aquí, / absuélveme, ayúdame, Amado corazón, mientras sostienes / todo el peso muerto del mundo y tumbada pedaleas en el aire.” Y sólo muy ocasionalmente –al contrario que en libros anteriores–, como en Ojo y diente, hay una referencia a sus problemas mentales –fue ingresado varias veces en instituciones psiquiátricas por sufrir episodios depresivos–: “Estoy cansado. Todo el mundo está cansado de mi confusión.”
En otras ocasiones, quienes hacen acto de presencia son sus seres más próximos, y le sirven de motivo para componer el poema. En Mediana edad es su padre:”A los cuarenta y cinco, / ¿qué se puede esperar? / En cada esquina / hallo a mi padre / con mi edad y vivo aún.” (Es un texto que le sirve para conjurar viejos sentimientos de culpa respecto a su padre).Y en Canción infantil es su hija: “Toco tu mano a veces / en la cama, a mi lado, / se enlazan nuestros dedos / pero no existe mano // que me acompañe a casa.” (Anhelo de comunicación humana el que anima esta composición).
Mas también observa el mundo circundante y reflexiona sobre el mismo. En Otoño 1961 Lowell piensa en la amenaza de la guerra nuclear y su tono es apocalíptico (uno de los poemas donde más destaca el acento profético). Las imágenes son caóticas para resaltar una realidad en la que el hombre aparece siempre débil e impotente: “Nuestro fin se avecina, / la luna se alza / radiante de terror. / El país / es un buzo bajo una campana de cristal.” Considera a la humanidad como “un montón de de salvajes / arañas plañideras, / mas sin lágrimas.” La imagen del cristal –lo mismo que la del agua– permite ver desde ambos lados: el poeta es visto, o es él quien observa; pero no puede hacer nada, sólo constatar la ineludible presencia de ese caos.
Tampoco el poema dedicado a Hawthorne trata de ensalzar la figura del escritor –“no puedo volver a abrillantar la placa ennegrecida”–, sino que le sirve como vehículo para destacar los aspectos más esenciales de la realidad a la penetración de su mirada, discriminando así entre los elementos auténticos y los superfluos: “Los ojos turbados, alzan la mirada, / furtivos, malogrados, insatisfechos / tras la meditación sobre lo verdadero / y lo insignificante.”  
Por los muertos de la Unión plantea una crítica radical a la civilización urbana moderna, con un uso magistral del lenguaje y la ironía. Los tres ámbitos que refleja el poema son: el Boston actual (que simbolizaría el presente), el monumento del Coronel Shaw (el pasado) y el Acuario del Sur (que significaría el paso del tiempo). La modernidad es rapaz y destruye lo que queda del parque: “Los aparcamientos se multiplican como cívicos / montones de arena en el corazón de Boston.” El pasado, el monumento al Coronel Shaw, es un recordatorio de los valores que la sociedad moderna ha olvidado al preterir su historia. Hay figuras verticales que simbolizan la integridad moral: “El monumento atraviesa como una espina / la garganta de la ciudad”; y el coronel es “esbelto / como la manecilla de una brújula” (también tiene la “mirada de un pájaro” y “la ternura de un galgo”). Por el contrario, los acontecimientos a ras de suelo y subterráneos –esos aparcamientos– se asociarían con bajeza y grosero materialismo.
El Acuario en una figura fundamental. Inicia y cierra el poema. “El viejo Acuario del sur de Boston se alza / en un Sahara de nieve”; aunque por medio de la nostalgia puede conseguir algo de paz: “muchas veces suspiro todavía / por el oscuro fondo y el vegetante reino / de peces y reptiles.” Y es que el Acuario también simboliza cómo la sociedad moderna se ha alejado de la naturaleza (tanto el Monumento como el Acuario están ocultos, tapiado o tras un tablón). El nuevo acuario que contiene a las bestias –todos esos vehículos– es la ciudad misma que contempla. Y concluye: “El Acuario [el antiguo] no existe. Por todas partes, / enormes coches con aletas avanzan humeando como peces; / un servilismo bárbaro / fluye sobre la grasa.”
Todo el poemario es una indagación en la existencia, recuperando, por medio de la memoria, múltiples escenas del pasado que confronta con sentimientos y observaciones del presente, lo que le permite llevar a cabo una reflexión sobre la realidad. Funde elementos simbólicos con descripciones directas, el tono profético con el intimismo y los ámbitos privado y público. Sus obsesiones más personales llegan a convertirse en metáforas de los males públicos (como la pérdida de los valores por parte de la sociedad o el riesgo de una confrontación nuclear).

© Copyright Rafael González Serrano

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