Y si el
desarraigo, la nada, el vacío, son la contraposición a los momentos vitalistas
de la pasión erótica, también el humor es un arma que utiliza para combatir esas
angustias existenciales, y del que el mismo declara: “el humor es la poesía, lo
cómico es prosa”, atestiguando así que habita en lo más hondo de la labor
poética, constituyéndola. Esa vena humorística –desde la agudeza a la
mordacidad– se encuentra sobre todo en sus libros compuestos por aforismos,
sentencias o apotegmas (y un tanto metaliterarios). Así en Las palabras trazan (1943-1951) escribe: “Por encima de la lluvia
el sol se muere de sed”; o “una amistad tal vez no sea más que un intercambio
de léxico.” Y entre la ironía y la
búsqueda del sentido de la creación literaria, están párrafos como: “La letra
gasta a la palabra que gasta a la frase
que gasta al libro que gasta al escritor que se arruina” (en De lo blanco de las palabras y de lo negro
de los signos 1953-56).
No es menor el
espacio que en sus obras le dedica al lenguaje, su significancia y función, y a
la escritura, en tanto que acto salvador, práctica que puede rescatarnos tanto
de las crueldades que la existencia impone en el acontecer cotidiano como de la
angustia consustancial con el ser humano, sometido a ese tránsito –una vez más,
el viaje– entre la vida y la muerte. La poesía se origina en la noche –de ahí
que “hacer visible la palabra” sea “ennegrecerla” para que así se identifique
con su procedencia–; al borde mismo de la frontera entre lo mudo y lo
explícito. Y la estrecha relación entre la vida y la escritura se manifiesta en
tanto que “hay seres que, durante toda su vida, han seguido siendo la mancha de
tinta al final de una frase inacabada” (de la sección Puertas de socorro, dentro del libro Las palabras trazan). Aunque también quiere recordarnos que lo
dicho es contingente frente al lenguaje que, aunque nos constituya, también
continúa más allá de nosotros, es independiente de nuestra azarosa presencia:
“Nada más compuesta, la frase muere. Las palabras le sobreviven.” Quizá la
única posibilidad de subsistencia sea esa infinita posibilidad que nos ofrece
la palabra poética, puesto que “cuando los hombres estén de acuerdo sobre el
sentido de cada palabra, la poesía no tendrá ya razón de ser” (también del
apartado Puertas de socorro).
En su libro De lo blanco de las palabras y de lo negro
de los signos incide nuevamente en el lenguaje y su naturaleza, así como en
su conflictividad con el pensamiento, y expone cómo la palabra alberga la
propia creación de la realidad y del tiempo. De tal forma que: “La palabra es
la enemiga de la idea. La idea es el pecado original” (de la sección Las palabras extranjeras). O: “La letra
desata a la palabra que desata a la imagen que desata al día” (del bloque Las ramas y la vela).
Sus poemas son
en ocasiones breves –como dichos o adagios, a veces axiomáticos–, en otras,
extensos, sinuosos, incluso torrenciales. La repetición anafórica encabeza
estrofas de variados poemas, recordando una letanía que se basase en
tradiciones religiosa judaicas. En La voz
de tinta, de 1949, en el extenso poema El
albergue del sueño, reproduce insistente los versos: “Con mis puñales /
robados al ángel / construyo mi morada”,
reiteración con tintes surrealistas, al igual que en múltiples versos de
este poemario (“monjes y escarabajos se cuelgan / al huidizo cuello de las
espadas”).
Las imágenes con
asociaciones inéditas, los sintagmas ilógicos, las figuras de cariz onírico,
alternan en su producción con otros versos más claros y precisos,
transparentes, recurriendo entonces a estribillos, paralelismos o rimas
sencillas. En ese proyecto de fusión entre
la poesía y el mundo que habita la obra jabesiana, hay lugar para el
encadenamiento de metáforas, las analogías telúricas o cósmicas, la generosa abundancia
–incluso desbordante– de tropos, o para la concentración de sentido, lo
mínimamente sustantivo del lenguaje, lo esencial que mora en la brevedad.
La segunda parte
del volumen –bastante más breve–, La
arena, recoge los poemas escritos entre 1974 y 1988. Como ya se ha
comentado, el desierto y, es natural, su elemento constitutivo, la arena (“toda
la memoria del mundo / está en un grano de arena”), son elementos recurrentes
en la obra jabèsiana. En esta sección, el espacio en blanco, la escasa
presencia de la palabra, la síntesis, dibujan un paisaje casi desértico en el
que el signo constituye el último refugio ante la invasión de un silencio que
hace replegarse a la palabra a sus espacios más íntimos, incluso a los márgenes
de las páginas, donde confundirse con la ausencia de voz. El adelgazamiento de
la voz implica una búsqueda de las fronteras, justo al borde de un abismo ante
el que no existe retorno (“el universo recorre la mano, desemboca en / el
abismo”), porque todo se apaga, se agota: “Todas las luces fueron luces de / polvo//… todas convertidas en polvo de
luz” –poema XIII de La memoria y la mano (1974-1980).
Frente a la
nada, la mano es un símbolo que para Jabès encarna el todo, desde acariciar a
matar, desde escribir a apresar; por eso la mano es la imagen de ese todo al
que aspiraba y el signo último donde refugiarse en esa búsqueda en la
inmensidad desértica del lenguaje y el silencio. Ya que la mano es la que trata
de encontrar los caminos en el blanco de la página –sinónimo del desierto–, con
el gesto de dibujar unos trazos que visibilicen el sentido oculto bajo la
ausencia de forma. Si bien que esas manos –o su prolongación, los brazos– son
también el instrumento para alcanzar nuestro ineluctable acabamiento: “”Sólo
disponemos de nuestros brazos / para alcanzar la muerte, a nado” (del poema Siempre esta imagen).
En los poemas de
esta segunda parte, es recurrente la presencia de la mano, de la arena, del
desierto y del vacío. Con la mano nos aferramos a una posible salvación, pero
también ello es factible al desasirnos. “Abre toda tu mano. / Esta apertura es
la salvación” –fragmento VII de Mano
suave para la propia herida, del libro La
sangre no lava la sangre (1976). Y en El
agua vuelve a reconocer cuál es el territorio propio –“El desierto fue mi
tierra. / El desierto es mi viaje, / mi errar”–; afirmando más adelante a lo
que en realidad nos enfrentamos: “El vacío, el vacío siempre de este lado.” El
poeta concluye en La llamada acerca
de su propia identidad y su condición contingente, así como de la carencia de
una respuesta clarificadora: “Busca mi nombre en las antologías. / Lo
encontrarás y no lo encontrarás./ Busca mi nombre en los diccionarios. / Lo
encontrarás y no lo encontrarás /… / ¿He tenido alguna vez un nombre? /
También, cuando muera, no busques / mi nombre en los cementerios. /… / Y deja
de atormentar, hoy, a quien / no puede responder a la llamada.”
© Copyright Rafael González Serrano
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