lunes, 10 de junio de 2019

Edmond Jabès: El umbral La arena (y 2)

Y si el desarraigo, la nada, el vacío, son la contraposición a los momentos vitalistas de la pasión erótica, también el humor es un arma que utiliza para combatir esas angustias existenciales, y del que el mismo declara: “el humor es la poesía, lo cómico es prosa”, atestiguando así que habita en lo más hondo de la labor poética, constituyéndola. Esa vena humorística –desde la agudeza a la mordacidad– se encuentra sobre todo en sus libros compuestos por aforismos, sentencias o apotegmas (y un tanto metaliterarios). Así en Las palabras trazan (1943-1951) escribe: “Por encima de la lluvia el sol se muere de sed”; o “una amistad tal vez no sea más que un intercambio de léxico.”  Y entre la ironía y la búsqueda del sentido de la creación literaria, están párrafos como: “La letra gasta  a la palabra que gasta a la frase que gasta al libro que gasta al escritor que se arruina” (en De lo blanco de las palabras y de lo negro de los signos 1953-56).
No es menor el espacio que en sus obras le dedica al lenguaje, su significancia y función, y a la escritura, en tanto que acto salvador, práctica que puede rescatarnos tanto de las crueldades que la existencia impone en el acontecer cotidiano como de la angustia consustancial con el ser humano, sometido a ese tránsito –una vez más, el viaje– entre la vida y la muerte. La poesía se origina en la noche –de ahí que “hacer visible la palabra” sea “ennegrecerla” para que así se identifique con su procedencia–; al borde mismo de la frontera entre lo mudo y lo explícito. Y la estrecha relación entre la vida y la escritura se manifiesta en tanto que “hay seres que, durante toda su vida, han seguido siendo la mancha de tinta al final de una frase inacabada” (de la sección Puertas de socorro, dentro del libro Las palabras trazan). Aunque también quiere recordarnos que lo dicho es contingente frente al lenguaje que, aunque nos constituya, también continúa más allá de nosotros, es independiente de nuestra azarosa presencia: “Nada más compuesta, la frase muere. Las palabras le sobreviven.” Quizá la única posibilidad de subsistencia sea esa infinita posibilidad que nos ofrece la palabra poética, puesto que “cuando los hombres estén de acuerdo sobre el sentido de cada palabra, la poesía no tendrá ya razón de ser” (también del apartado Puertas de socorro).
En su libro De lo blanco de las palabras y de lo negro de los signos incide nuevamente en el lenguaje y su naturaleza, así como en su conflictividad con el pensamiento, y expone cómo la palabra alberga la propia creación de la realidad y del tiempo. De tal forma que: “La palabra es la enemiga de la idea. La idea es el pecado original” (de la sección Las palabras extranjeras). O: “La letra desata a la palabra que desata a la imagen que desata al día” (del bloque Las ramas y la vela).
Sus poemas son en ocasiones breves –como dichos o adagios, a veces axiomáticos–, en otras, extensos, sinuosos, incluso torrenciales. La repetición anafórica encabeza estrofas de variados poemas, recordando una letanía que se basase en tradiciones religiosa judaicas. En La voz de tinta, de 1949, en el extenso poema El albergue del sueño, reproduce insistente los versos: “Con mis puñales / robados al ángel / construyo mi morada”,  reiteración con tintes surrealistas, al igual que en múltiples versos de este poemario (“monjes y escarabajos se cuelgan / al huidizo cuello de las espadas”).
Las imágenes con asociaciones inéditas, los sintagmas ilógicos, las figuras de cariz onírico, alternan en su producción con otros versos más claros y precisos, transparentes, recurriendo entonces a estribillos, paralelismos o rimas sencillas. En ese proyecto de fusión  entre la poesía y el mundo que habita la obra jabesiana, hay lugar para el encadenamiento de metáforas, las analogías telúricas o cósmicas, la generosa abundancia –incluso desbordante– de tropos, o para la concentración de sentido, lo mínimamente sustantivo del lenguaje, lo esencial que mora en la brevedad.   
La segunda parte del volumen –bastante más breve–, La arena, recoge los poemas escritos entre 1974 y 1988. Como ya se ha comentado, el desierto y, es natural, su elemento constitutivo, la arena (“toda la memoria del mundo / está en un grano de arena”), son elementos recurrentes en la obra jabèsiana. En esta sección, el espacio en blanco, la escasa presencia de la palabra, la síntesis, dibujan un paisaje casi desértico en el que el signo constituye el último refugio ante la invasión de un silencio que hace replegarse a la palabra a sus espacios más íntimos, incluso a los márgenes de las páginas, donde confundirse con la ausencia de voz. El adelgazamiento de la voz implica una búsqueda de las fronteras, justo al borde de un abismo ante el que no existe retorno (“el universo recorre la mano, desemboca en / el abismo”), porque todo se apaga, se agota: “Todas las luces fueron luces  de / polvo//… todas convertidas en polvo de luz”  –poema XIII de La memoria y la mano (1974-1980).
Frente a la nada, la mano es un símbolo que para Jabès encarna el todo, desde acariciar a matar, desde escribir a apresar; por eso la mano es la imagen de ese todo al que aspiraba y el signo último donde refugiarse en esa búsqueda en la inmensidad desértica del lenguaje y el silencio. Ya que la mano es la que trata de encontrar los caminos en el blanco de la página –sinónimo del desierto–, con el gesto de dibujar unos trazos que visibilicen el sentido oculto bajo la ausencia de forma. Si bien que esas manos –o su prolongación, los brazos– son también el instrumento para alcanzar nuestro ineluctable acabamiento: “”Sólo disponemos de nuestros brazos / para alcanzar la muerte, a nado” (del poema Siempre esta imagen).
En los poemas de esta segunda parte, es recurrente la presencia de la mano, de la arena, del desierto y del vacío. Con la mano nos aferramos a una posible salvación, pero también ello es factible al desasirnos. “Abre toda tu mano. / Esta apertura es la salvación” –fragmento VII de Mano suave para la propia herida, del libro La sangre no lava la sangre (1976). Y en El agua vuelve a reconocer cuál es el territorio propio –“El desierto fue mi tierra. / El desierto es mi viaje, / mi errar”–; afirmando más adelante a lo que en realidad nos enfrentamos: “El vacío, el vacío siempre de este lado.” El poeta concluye en La llamada acerca de su propia identidad y su condición contingente, así como de la carencia de una respuesta clarificadora: “Busca mi nombre en las antologías. / Lo encontrarás y no lo encontrarás./ Busca mi nombre en los diccionarios. / Lo encontrarás y no lo encontrarás /… / ¿He tenido alguna vez un nombre? / También, cuando muera, no busques / mi nombre en los cementerios. /… / Y deja de atormentar, hoy, a quien / no puede responder a la llamada.” 

                                                                                              © Copyright Rafael González Serrano     

jueves, 30 de mayo de 2019

Edmond Jabès: El umbral La arena (1)

Del mismo modo que otros autores como Jules Supervielle, Marguerite Duras, Albert Camus o Michel Houellebecq, Edmond Jabès es un escritor francés nacido fuera de Francia; aunque su lengua originaria es el francés, a diferencia de otros autores provenientes de diferentes lugares que escogerán ese idioma como lengua de creación literaria (como Ionesco, Cioran o la segunda etapa de Beckett, por ejemplo). Nació en El Cairo en 1912 en el seno de una familia judía francófona. Su ingente obra, fundamentalmente en prosa, se reúne en los volúmenes que constituyen el ciclo de El libro de las preguntas (1963-1973), a los que siguieron las entregas de El libro de las semejanzas (1976-1980), y El libro de los márgenes, ente otros libros. Fallecerá en París en 1991. 
En El umbral La arena (1943-1988) se reúne todas sus publicaciones poéticas, desde el primer título Construyo mi morada de 1957, donde ya se agrupa toda su obra entre 1943 y 1957, hasta La llamada de 1988 (aunque no se pueda considerar cada parte como un libro –las hay muy breves– sino más bien como una sección de un todo). Es pues este vasto volumen –setecientas páginas en la meritoria edición bilingüe del desaparecido sello Ellago Ediciones– una recopilación de toda su producción poética.
Siendo como es imposible analizar pormenorizadamente tan extenso volumen, nos centraremos en algunos de los temas mostrados recurrentemente a lo largo de algunas secciones de estas Obras completas. En la parte cuyo título general es El umbral, se incluyen las composiciones escritas entre 1943 y 1957 (viene a ser una reorganización definitiva de la primera compilación Construyo mi morada).
El libro (la escritura, la palabra, la mano que escribe) y el desierto (la arena, la errancia, la condición extranjera), serán dos de sus principales obsesiones; son las metáforas de un territorio vacío –las páginas no escritas aún, las arenas sin cruzar– que sólo puede llenar la palabra poética o el viaje; que la pisada atravesará o la mano desvelará en la frontera entre lo dicho y lo no expresado. Y a la cuestión de dónde proviene el impulso que posibilita esa tarea –el camino, la redacción–, responde Jabès: “Sabemos que somos nosotros quienes fabricamos nuestros recuerdos, pero hay una memoria más antigua que los recuerdos… Memoria de todos los tiempos que dormita en nosotros y está en el corazón de la creación.”
Y a cómo se realiza el paso desde el silencio, o el vacío –que están en el origen de todo, y quizá en el fin– a lo escrito, responde Jabès que mediante la escucha: “un temblor de la escritura lo revela a veces; ese temblor está provocado por la escucha”; la escucha del interior, o del universo. Porque el universo se halla presente en su escritura mediante una serie de vínculos entre lo telúrico, lo temporal, lo lírico: “Mis días son días de raíces, / son yugo de amor celebrado //…// La tierra flota en / vanas visiones de viaje”, poema II de La ausencia de lugar (1956). Y lo onírico y lo natural se enlazan en los contrapuntos existentes entre las diversas voces –a las que también se suma ‘El eco’–que aparecen en el poema Las llaves de la ciudad (“tus guantes de piel de océano / tus zapatos azules de sueño”). 
Un elemento esencial de su poesía es el conflicto proveniente de su condición de extranjero y, por tanto, desgajado de sus orígenes. Y de ahí la ajenidad en relación con el mundo que le rodea, y la errante condición que le lleva a tener el viaje y el camino como referentes fundamentales. El poeta yerra, recorre espacios (símbolos una vez más del vacío genésico), ya sea por tierra o por mar; y en la tierra está presente el desierto (arena, dunas), y en el mar la inmensidad del agua. Ese vagabundeo no deja de ser un éxodo permanente; de ahí que carezca de un lugar propio, de ahí “la ausencia de lugar”. ‘La voz extranjera’ toma presencia en varias composiciones, y en el poema El extranjero afirma: “El extranjero tiene dificultades para que le entiendan / Le reprochan gestos y lengua / Y por su paciente cortesía / cosecha insultos y amenazas” (recogido en La corteza del mundo, 1953-1954). O en El peregrino: “La tierra aprendida es una prisión / Los barrotes son los caminos contados” (de El centro de la sombra, 1955).
El sufrimiento, la violencia, la muerte, también transitan su obra. Así ocurre en Canciones para el almuerzo del ogro, poemas escritos entre 1943 y 1945; composiciones en las que parece inspirarse en los padecimientos sufridos por los judíos en la Shoah. “La tierra ignora a la tierra / y el corredor agotado // se derrumba al borde del cielo” (Canción de de la serpiente con lunares); y una vez más el motivo del forastero: “Con las piedras, un mundo se reconcome  / por ser, como yo, de ninguna parte” (Canción del extranjero); y abiertamente el acabamiento: “Mis dientes buscan una boca menos vacía / en la tierra o en el agua, / en el fuego. / El mundo es rojo. //…// Los jinetes de la muerte me llevan. / He nacido para amarles” (Canción del último niño judío).
En contraposición a lo anterior, el amor, la emoción, el anhelo hacia esa mujer, a la que celebra (“Hermosa… / de pies de sed por el agua calzados / Desmelenada nunca más desnuda...”), así mismo configuran su obra. En varias composiciones se dirige a esa mujer –a la que percibe en ocasiones con el cabello libremente suelto– como una instancia salvadora frente a la desolación de la nada. “Basta que un seno ruede en un pozo para que todas las aguas sean femeninas” (de los poemas en prosa de Tres chicas de mi barrio 1946-1947). En La sed del mar, poema contenido en La voz de tinta (1949), se dirige a un tú mujer, con todos sus atributos, sus identidades, sus referentes, a quien expresa su deseo de que llegue a él: “el polvo levantado del viento / aullando tu nombre / mi nombre”; y además, en esta ocasión, usando un lenguaje claro y sencillo.
Con la anáfora como recurso repetido, con el referente iterativo en la naturaleza, con el apóstrofe apasionado hacia la mujer, construye alguno de sus poemas amorosos más intensos, como ocurre en el extenso poema El fondo del agua de 1946. “Hablo de ti /…/ Hablo de ti / Una multitud responde /…/ Y sin embargo / el silencio mata como la muerte.” Y avanzando insiste: “Nada / sino la atracción del día sobre una sombra encerrada /…/ Nada / sino la caída del fuego / sobre una semilla de cristal.” Para concluir gozoso y contundente: “Hablo / para el viento en el mar /…/ para la sal en las raíces /…/ para que dure el gesto /…/ Sólo / para clavarte viva / a mi lado.”

                                                                                             © Copyright Rafael González Serrano  

martes, 12 de marzo de 2019

Gilgamesh

Gilgamesh, Palacio de Sargón II, Museo del Louvre

Entre los días 8 de febrero y 3 de marzo se ha representado en la sala Jardiel Poncela del Centro Cultural de la Villa (Madrid) la obra Gilgamesh, basada en el Poema de Gilgamesh, considerado como la primera de las epopeyas literarias de la civilización. Su protagonista era el rey sumerio histórico-legendario Gilgamesh, que pudo reinar en la ciudad de Uruk en torno al 2750 a C.
La obra, basada en un disperso material épico sumerio, fue fijada ya en época acadia o paleobabilónica como tal epopeya en un largo poema de doce cantos recogidos en otras tantas tablillas. Nos han llegado también versiones asirias posteriores de las que incluso se conoce el nombre de sus  compiladores o adaptadores. Los poemas sumerios originarios recogen dos ciclos poéticos, el de Enkidu (personaje fabulado) y el de Gilgamesh (personaje legendario pero de historicidad fundada).
En el poema se reflejan temas intemporales y de carácter universal como pueden ser la aventura, la guerra, la religión, la amistad, el dolor, el miedo, la vida y la muerte, la fama y la gloria, la relación del hombre con la naturaleza, la búsqueda de la inmortalidad, la resignación ante el destino del hombre. El poema en su proceso de fijación pasa por diversas etapas. Desde la primitiva sumeria, donde el tono mágico y religioso se haya presente; la posterior paleobabilónica, en la que se abordan los más altos asuntos –búsqueda de la vida eterna– desde intereses plenamente humanos; hasta la versión asiria, más centrada en cuestiones que afectan al hombre, ya sean tanto de índole cotidiana o moral como trascendente.
La acción –aparte de en los espacios externos donde se llevan  a cabo las aventuras, como el Bosque de los Cedros, donde se combate y vence a Humbaba– se centra en la ciudad de Uruk (en la que –salvo futuros descubrimientos arqueológicos que lo refuten– se origina la primera escritura, la cuneiforme). Ha de destacarse también el viaje al país de Dilmun, a la búsqueda de la inmortalidad, y la visita que Gilgamesh hace al Mundo Inferior en las tablillas X y XI, ello no siglos sino milenios antes de que Dante paseara de la mano de Virgilio por el Infierno.
Existen diversos planos: el divino, con toda la  cohorte de dioses: Anu, Enlil, Ea, Inanna, Nergal, Ninsun (la madre divina de Gilgamesh), los anunnaki; el heroico-mítico con Gilgamesh, Enkidu, Utnapishtim (el Ziusudra sumerio), Humbaba, el Toro Celeste; o el humano, con la hieródula (prostituta sagrada que inicia a Enkidu en el amor), o algunas vagas referencias a personajes populares. Los ámbitos eidéticos se articulan en torno a lo civilizatorio (Gilgamesh), lo natural (Enkidu), y los condicionantes humanos. Las fases del poema siguen las secuencias: tiranía del déspota; civilización de lo salvaje mediante el amor humano; la amistad y su valoración; el espíritu de aventura; el desafío a los dioses, combatiendo –y dando muerte– a sus criaturas; la muerte como castigo; la búsqueda de la inmortalidad y su imposibilidad; la resignación ante el destino.
Ciertamente en la puesta en escena se pierden ideas, concepciones o matices de un texto tan complejo como el original, si bien se debe reconocer que la representación dramática del poema sigue bastante fidedignamente el desarrollo del mismo. Y puede que no sea esencial entrar en consideraciones del tipo de si se debería haber depurado la versión escénica a fin de homogeneizar la terminología usada, dada la profusión de nombres sumerios empleados: Anu, Enlil, etc.; y así, en lugar de mencionar al acadio Shamash (dios del sol) nombrar  al sumerio Utu; o en vez de la constante presencia de la diosa asirio-babilónica Isthar, citar a su predecesora, la sumeria Inanna; (las alusiones al akitu, festividad del año nuevo, tienen sus referentes tanto en la época sumeria como en la celebración en honor del dios babilónico Marduk).
Mas si la temática sigue en buena medida la contenida en el original en esta escenificación, es evidente que algún asunto se desliza de una manera un tanto espuria. Resulta bastante inverosímil que en un texto del tercer milenio antes de Cristo –al menos los primeros poemas lo son– se presente de una manera abiertamente explícita el tema de la homosexualidad, como se nos pretende mostrar en la pieza dramática al proponer sin ambages la relación erótica entre Gilgamesh y Enkidu. Hay cuestiones que no deberían plantearse –por muy tentado que se esté a dejarse arrastrar por lo que sólo el interés personal vislumbre como una ocasión propicia–, al menos si se quiere mantener una cierta coherencia y una mínima honestidad intelectual.
No obstante, a pesar de esta objeción, es elogiable que en estos tiempos se haya llevado a cabo la teatralización de una obra tan esencial de la cultura universal. Obra en la que ya se recogen todos los motivos que a lo largo de la historia se han ido planteando en las más elevadas manifestaciones de la creación literaria. Es una apuesta arriesgada en un panorama cultural en el que se deambula entre la banalización consumista y la castradora corrección política, censora de cualquier manifestación incómoda para las ideas dominantes.     
Los condicionantes escenográficos –pequeño espacio, carencia de decorado– hacen que la imaginación haya tenido que agudizarse en la dirección escénica: así la luz, la música, la danza, el vestuario, la utilería, etc. han contribuido a llenar ese espacio desnudo de la más mínima tramoya. Es de reconocer el esfuerzo –vocal, físico, gestual– con que se han empleado los actores –algunos representando a varios personajes–, en especial el trabajo más que solvente del que encarna a Gilgamesh; aunque también habría que señalar las limitaciones tímbricas del que da vida a Enkidu, el más flojo sin duda del elenco.
             © Copyright Rafael González Serrano

lunes, 21 de enero de 2019

John Ashbery: Autorretrato en espejo convexo

Nacido en Nueva York en 1927 publica Autorretrato en espejo convexo en 1975. Anteriormente habían aparecido poemarios como El juramento de la pista de frontón (1962), Ríos y montañas (1966) o El doble sueño de la primavera (1970); posteriormente verán la luz Una ola (1984),  La tormenta de hielo (1987), ¿Oyes, pájaro? (1995), Susurros chinos (2002) o Un país mundano (2007). Autor también de libros en prosa y traducciones morirá en Nueva York en 2017.
La obra Autorretrato en espejo convexo, en su edición original, consta de varios poemas, incluido el que da título al libro. Hay una edición española que se ajusta a esta versión, pero, dado que la composición central es lo suficientemente extensa –casi seiscientos versos– y compleja, utilizaremos la publicación en español que sólo recoge dicho poema ciñéndonos a la lectura de ese único poema.   
El cuadro homónimo del Parmigianino (Francesco Mazzola), le sirve de referente para plasmar toda una serie de temas y registros. Así inicia el largo poema con un tono descriptivo: “Como hizo el Parmigianino, la mano derecha / más grande que la cabeza, adelantada hacia el espectador / y, replegándose suavemente, como para proteger / lo que anuncia.” Y pasa a analizar la mirada y lo que existe detrás de ella: “el alma es un cautivo… // mantenido en suspenso, incapaz de avanzar hasta mucho más allá  / de tu mirada.” Nos muestra el alma encerrada en la imagen: “Ahí seguirás, intranquilo, sereno en / tu gesto que no es abrazo ni aviso / pero que encierra algo de ambos en pura / afirmación que no afirma nada.”
Mas en la observación también se percibe la futilidad de lo reflejado, la inanidad que habita tras una mirada aparentemente escrutadora: “Veo tan sólo el caos / de tu espejo redondo que lo organiza todo / en torno a la estrella polar de tus ojos que está vacíos, / no saben nada, sueñan paro nada revelan.” Si bien que el sueño es uno de los vectores que conforman la existencia y gracias a él podemos encontrar la belleza de las formas: “Las formas conservan / una fuerte dosis de belleza ideal, porque / las nutren nuestros sueños.”
Lo meditativo convive con la introducción de diversas voces y perspectivas: así utiliza referencias y citas de Vasari, Freedberg, Berg, que le sirven e de excusa para reflexionar sobre el arte en sus distintos periodos, así como para desvelar cuáles puedan ser las confluencias y contrastes con el presente. Todo ello constituye un mosaico de diálogos que trata de reproducir las propias interioridades de la mente humana.
Entre el pintor autorretratado y el espectador se llega a producir un juego de miradas donde no se sabe muy bien quién es realmente el observado: “Lo hemos sorprendido / trabajando, pero no, él nos ha sorprendido / mientras trabaja.” Se puede pensar que el Parmigianino nos está mirando pero, en una nueva consideración sobre nuestras diferentes perspectivas, se podría también afirmar que se estuviera mirando a sí mismo, por eso uno se sentiría “confundido por un momento / antes de darte cuenta de que el reflejo / no es el tuyo.”
El tiempo es inaprensible en un presente que se escapa a todo intento por controlarlo racionalmente: “El mañana es fácil, pero el hoy está inexplorado, / desolado, reacio como cualquier paisaje / a rendir lo que son las leyes de la perspectiva.” Sin embargo, ese presente sí que nos atrapa en sus redes –en tanto que avistamos un futuro siempre postergado y que no llega nunca–; y por eso “del presente estamos escapando siempre / y volvemos a caer en él”. Se presenta la vida como un ineluctable presente continuo al que estar sometidos.
La contradicción y conflicto entre las cosas existentes de la realidad (sobre todo en su esencialidad) se constata porque “el principio de cada cosa individual es / hostil a todas las demás y existe a costa de ellas”; e, incluso, el amor carece de finalidad y de él sólo podemos afirmar su desconocimiento, puesto que del amor “sabemos que no puede intercalarse entre dos momentos adyacentes, que sus meandros / no llevan a ninguna parte… // y que [ellos] desembocan en una vaga / sensación de algo que no puede conocerse nunca”.
Lo reflexivo, el tono introspectivo, se funden con una expresión discursiva, con referentes metaliterarios, con excursos explicativos. Su flujo poético se cimenta en visiones de la realidad que, a su vez, se transforma y puede incluso desaparecer; parece como si fuéramos imágenes de un recuerdo, de algo que pudo haber sido; o actores involuntarios de un sueño. El propio poeta afirma que se actúa sin ser consciente, movido por la necesidad que sortea nuestras resoluciones para “crear algo nuevo / por su cuenta.” La poesía de Ashbery se sustenta en algo inaprensible, ya que ni él mismo puede explicar  “la razón de que todo haya de reducirse a una sola / sustancia uniforme, un magma de interiores.”         
                                                                                               © Copyright Rafael González Serrano 

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