jueves, 30 de mayo de 2019

Edmond Jabès: El umbral La arena (1)

Del mismo modo que otros autores como Jules Supervielle, Marguerite Duras, Albert Camus o Michel Houellebecq, Edmond Jabès es un escritor francés nacido fuera de Francia; aunque su lengua originaria es el francés, a diferencia de otros autores provenientes de diferentes lugares que escogerán ese idioma como lengua de creación literaria (como Ionesco, Cioran o la segunda etapa de Beckett, por ejemplo). Nació en El Cairo en 1912 en el seno de una familia judía francófona. Su ingente obra, fundamentalmente en prosa, se reúne en los volúmenes que constituyen el ciclo de El libro de las preguntas (1963-1973), a los que siguieron las entregas de El libro de las semejanzas (1976-1980), y El libro de los márgenes, ente otros libros. Fallecerá en París en 1991. 
En El umbral La arena (1943-1988) se reúne todas sus publicaciones poéticas, desde el primer título Construyo mi morada de 1957, donde ya se agrupa toda su obra entre 1943 y 1957, hasta La llamada de 1988 (aunque no se pueda considerar cada parte como un libro –las hay muy breves– sino más bien como una sección de un todo). Es pues este vasto volumen –setecientas páginas en la meritoria edición bilingüe del desaparecido sello Ellago Ediciones– una recopilación de toda su producción poética.
Siendo como es imposible analizar pormenorizadamente tan extenso volumen, nos centraremos en algunos de los temas mostrados recurrentemente a lo largo de algunas secciones de estas Obras completas. En la parte cuyo título general es El umbral, se incluyen las composiciones escritas entre 1943 y 1957 (viene a ser una reorganización definitiva de la primera compilación Construyo mi morada).
El libro (la escritura, la palabra, la mano que escribe) y el desierto (la arena, la errancia, la condición extranjera), serán dos de sus principales obsesiones; son las metáforas de un territorio vacío –las páginas no escritas aún, las arenas sin cruzar– que sólo puede llenar la palabra poética o el viaje; que la pisada atravesará o la mano desvelará en la frontera entre lo dicho y lo no expresado. Y a la cuestión de dónde proviene el impulso que posibilita esa tarea –el camino, la redacción–, responde Jabès: “Sabemos que somos nosotros quienes fabricamos nuestros recuerdos, pero hay una memoria más antigua que los recuerdos… Memoria de todos los tiempos que dormita en nosotros y está en el corazón de la creación.”
Y a cómo se realiza el paso desde el silencio, o el vacío –que están en el origen de todo, y quizá en el fin– a lo escrito, responde Jabès que mediante la escucha: “un temblor de la escritura lo revela a veces; ese temblor está provocado por la escucha”; la escucha del interior, o del universo. Porque el universo se halla presente en su escritura mediante una serie de vínculos entre lo telúrico, lo temporal, lo lírico: “Mis días son días de raíces, / son yugo de amor celebrado //…// La tierra flota en / vanas visiones de viaje”, poema II de La ausencia de lugar (1956). Y lo onírico y lo natural se enlazan en los contrapuntos existentes entre las diversas voces –a las que también se suma ‘El eco’–que aparecen en el poema Las llaves de la ciudad (“tus guantes de piel de océano / tus zapatos azules de sueño”). 
Un elemento esencial de su poesía es el conflicto proveniente de su condición de extranjero y, por tanto, desgajado de sus orígenes. Y de ahí la ajenidad en relación con el mundo que le rodea, y la errante condición que le lleva a tener el viaje y el camino como referentes fundamentales. El poeta yerra, recorre espacios (símbolos una vez más del vacío genésico), ya sea por tierra o por mar; y en la tierra está presente el desierto (arena, dunas), y en el mar la inmensidad del agua. Ese vagabundeo no deja de ser un éxodo permanente; de ahí que carezca de un lugar propio, de ahí “la ausencia de lugar”. ‘La voz extranjera’ toma presencia en varias composiciones, y en el poema El extranjero afirma: “El extranjero tiene dificultades para que le entiendan / Le reprochan gestos y lengua / Y por su paciente cortesía / cosecha insultos y amenazas” (recogido en La corteza del mundo, 1953-1954). O en El peregrino: “La tierra aprendida es una prisión / Los barrotes son los caminos contados” (de El centro de la sombra, 1955).
El sufrimiento, la violencia, la muerte, también transitan su obra. Así ocurre en Canciones para el almuerzo del ogro, poemas escritos entre 1943 y 1945; composiciones en las que parece inspirarse en los padecimientos sufridos por los judíos en la Shoah. “La tierra ignora a la tierra / y el corredor agotado // se derrumba al borde del cielo” (Canción de de la serpiente con lunares); y una vez más el motivo del forastero: “Con las piedras, un mundo se reconcome  / por ser, como yo, de ninguna parte” (Canción del extranjero); y abiertamente el acabamiento: “Mis dientes buscan una boca menos vacía / en la tierra o en el agua, / en el fuego. / El mundo es rojo. //…// Los jinetes de la muerte me llevan. / He nacido para amarles” (Canción del último niño judío).
En contraposición a lo anterior, el amor, la emoción, el anhelo hacia esa mujer, a la que celebra (“Hermosa… / de pies de sed por el agua calzados / Desmelenada nunca más desnuda...”), así mismo configuran su obra. En varias composiciones se dirige a esa mujer –a la que percibe en ocasiones con el cabello libremente suelto– como una instancia salvadora frente a la desolación de la nada. “Basta que un seno ruede en un pozo para que todas las aguas sean femeninas” (de los poemas en prosa de Tres chicas de mi barrio 1946-1947). En La sed del mar, poema contenido en La voz de tinta (1949), se dirige a un tú mujer, con todos sus atributos, sus identidades, sus referentes, a quien expresa su deseo de que llegue a él: “el polvo levantado del viento / aullando tu nombre / mi nombre”; y además, en esta ocasión, usando un lenguaje claro y sencillo.
Con la anáfora como recurso repetido, con el referente iterativo en la naturaleza, con el apóstrofe apasionado hacia la mujer, construye alguno de sus poemas amorosos más intensos, como ocurre en el extenso poema El fondo del agua de 1946. “Hablo de ti /…/ Hablo de ti / Una multitud responde /…/ Y sin embargo / el silencio mata como la muerte.” Y avanzando insiste: “Nada / sino la atracción del día sobre una sombra encerrada /…/ Nada / sino la caída del fuego / sobre una semilla de cristal.” Para concluir gozoso y contundente: “Hablo / para el viento en el mar /…/ para la sal en las raíces /…/ para que dure el gesto /…/ Sólo / para clavarte viva / a mi lado.”

                                                                                             © Copyright Rafael González Serrano  

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