sábado, 6 de octubre de 2018

Jules Supervielle: El forzado inocente

Jules Supervielle (Montevideo, 1884) publica El forzado inocente en 1930. A pesar de su lugar de nacimiento, sus orígenes son franceses por serlo sus padres, aunque quedó huérfano a los ocho meses y fue criado por sus tíos. Además, toda su producción literaria será en francés. Ya había publicado antes Poemas (1919), Muelles (1920) o Gravitaciones (1925), aparte de otros libros juveniles. Le seguirán Amigos desconocidos (1934), La fábula del mundo (1938), Memoria olvidadiza (1949) o El cuerpo trágico (1959). Autor también en prosa escribió obras teatrales, memorias o novelas como El hombre de la pampa (1923), El ladrón de niños (1926) o El superviviente (1928). Murió en Paris en 1960.
El forzado inocente consta de diez secciones de diversa extensión. Dos de ellas Oloron-Sainte-Marie y Asir– fueron publicadas como libros independientes en 1927 y 1928. La temática varia de una sección a otra: así la muerte se halla presente en Oloron-Sainte-Marie, la imposibilidad de la posesión en Asir, el misterio y el anhelo de vivir en Detrás del silencio, el aspecto conflictivo de la identidad en Rupturas, la angustia en Miedos o la confrontación con el mundo adulto en La niña recién nacida.
Ya desde el título se asiste a la armonización de contarios (el oxímoron de El forzado –o “condenado” o “culpable”– inocente está constituido por una pareja de antónimos, como también ocurre en algún otro libro suyo como Amigos desconocidos). Y así se inicia el extenso poema –El forzado– que da inicio a la primera sección: “Ya sólo veo el día / a través de mi noche.” Lo cotidiano y la naturaleza –objetos, ríos, montes, árboles o el propio hombre y su espacio más íntimo, el corazón, se hallan entre sus cuestiones, pues un poeta de las preguntas. Y le reclama a la piedra –ese “falso hueso de la tierra” que busque dentro de ella y le transmita su poder, en esa búsqueda de algo inmutable frente a tanto signo de lo perecedero, pues hasta el astro diurno “sólo tiene la noche como fin” (Sol).
En la segunda sección, Asir, el deseo de tomar y retener –ya sea un objeto, el tiempo, una situación, un espacio o el mismo amor está destinado al fracaso pues siempre escapará: “Asir, asir, la tarde, la manzana y la estatua, / asir la sombra / el muro y el final de la calle…”, para concluir: “Manos, os gastáis / en este juego grave. / Será preciso un día / cortaros, cercenaros” (Asir). Y no menos doloroso se muestra el recuerdo del amor: “Tan lejos de ti estoy en esta soledad / que para acariciarte / uno por un momento la muerte con la vida.” La búsqueda llevada a cabo se muestra estéril: “Busco a mi alrededor más sombra y suavidad / de las que se precisa para ahogar a un hombre / en el fondo de un pozo.” La actitud escéptica del poeta se resuelve en ocasiones en una postura estoica: “No vuelvas la cabeza… // No te muevas y espera a que tu corazón / se despegue de ti como pesada piedra.”
La muerte es la temática central del conjunto de poemas de Oloron-Sainte-Marie. Por “la ciudad de mi padre” deambula el poeta (en esa ciudad murieron sus padres cuando contaba pocos meses) buscando a esos “muertos de andares secretos”; esos muertos que han “acabado ya con los labios, sus razones y sus besos.” Mas en ellos encuentra una clara identidad con los vivos: “Nada es más cierto en nosotros  / que el frío que se os parece” (Oloron-Sainte-Marie). Aunque también les apela para que no se inmiscuyan en los asuntos de los vivos: “No os entremezcléis en nuestros pensamientos / como la sangre fresca en las bestias heridas” (Súplica).
La búsqueda de la identidad, el distanciamiento y la pérdida de uno mismo, constituyen los motivos del apartado Rupturas. La duda sobre el propio yo se haya presente: “Soy yo quien está sentado / en el talud de la noche?”; y en Despertar afirma que “Se instala el día a mi lado / pero me emplaza el olvido. / Cuando me acerco al espejo / no encuentro nada de mí.” Aunque apela a otros yos, como los de los diversos lugares vividos, cree que logrará alcanzar la identidad a través de una voz que lo reconozca; mas esa voz “que me prometía un rostro y unas manos” calla.
Si la distancia, la ausencia, nos constituyen, también los temores nos habitan (como en la sección Miedos). Y la inquietante ambigüedad del pronombre “lo” hay que rechazar:”No hay que decirlo / ni siquiera nombrarlo” (Lo); ese “lo” es lo repudiable, ahí donde no hay ni que “acercarse”. Frente a ese lugar de la desazón defiende con orgullo el espacio de la soledad: “Dejad el cuerpo de este hombre en paz / jamás vosotros encontraréis / las lejanías que están el él.” Mas para encontrar una salvación habrá que adentrarse por los territorios de la certeza –que siguen a los del misterio–, y que bien pueden adivinarse cuando se cruza el umbral de la noche. Sobre ello versa el apartado Detrás del silencio: “Creemos coger una mano [cuando] nos inclinamos hacia la aurora”; pues en el amanecer cabe albergar la esperanza: “Se alza el día sobre el puerto / y arrastra el mundo tras él /…/ Me he mantenido con vida en la noche viscosa.”
Más volcado hacia el mundo externo, reivindica en Las Américas una América virgen  –“Devolvedme la América / del Atlántico y el Pacífico / y su gran cuerpo al viento”– frente a una “América convertida / en frágil mano de piedra / separada de una estatua” (Metamorfosis). Y aboga por lo primigenio y no hollado: “Yo busco una América ardiente y umbrosa /…/ con unos océanos que la toquen de cerca.” Pero en el apartado La niña recién nacida vuelve a mostrar el poeta sus recelos hacia el mundo adulto, que supone una amenaza para la inocencia infantil: ante las miradas extrañadas, la niña les insta a “que se vayan, que se vayan / a su país de ojos fríos”; e intuye que tiene “que poner orden / entre todas las estrellas / que tengo que abandonar.”         
Supervielle explora las contradicciones de la existencia humana para intentar armonizarlas, así como sus oscuridades para tratar de iluminarlas. A una afirmación le sucede una cuestión; la duda es su certeza pues no parece creer en respuestas categóricas, definitivas. Busca conciliar los contrarios. La imagen es su herramienta recurrente, usando a veces asociaciones de imágenes que pueden resultar peculiares, pero cuya finalidad es estar al servicio del proceso poético. Y si en sus poemas tiene que abordar variadas contradicciones y generar la sucesión de preguntas que la dinámica escritural reclama no rehúye llevar a cabo tamaño esfuerzo creativo.

                                                                                            © Copyright Rafael González Serrano   

martes, 26 de junio de 2018

Yves Bonnefoy: Principio y fin de la nieve

Publica Yves Bonnefoy (Tours, 1923) Principio y fin de la nieve en 1991 cuando ya poseía una larga trayectoria poética. Había publicado con anterioridad Del movimiento y de la inmovilidad de Douve (1953), Desierto ayer reinante (1958), Piedra escrita (1965), En la trampa del umbral (1975), Lo que no tenía luz (1987); posteriores son poemarios como Las tablas curvas (2001) o La larga cadena del ancla (2008). Autor también de un extenso número de libros de narrativa, ensayo literario, estudios sobre arte, traducciones o un diccionario en cuatro tomos sobre mitología, recibió diversos premios, falleciendo en Paris en 2016.   
Principio y fin de la nieve se estructura en cinco partes. La primera La gran nevada está constituida por quince poemas, la mayoría de ellos titulados; la segunda, Las teas, consta de un solo poema; así mismo la tercera, Hopkins Forest, consiste en un único extenso poema; la cuarta, Todo, Nada, son tres poemas numerados; y la quinta, La única rosa, contiene cuatro poemas también con numeración.
Bonnefoy crea un espacio donde la nieve es protagonista, constatando que esa nieve y la totalidad de lo que la rodea –es decir, la realidad– están en la propia experiencia del autor. “Temprano, esta mañana, la primera nevada. El ocre, el verde / se refugian debajo de los árboles.” La voz poética mira y describe las cosas que le rodean, para así constatar el ámbito de lo real. Mas lo que se ve puede también ser origen de confusión ya que “las sombras y los sueños tiene el mismo peso.” El sueño es un elemento recurrente en el poemario, así se preguntará “¿Por qué clarearán / ciertas palabras / cuando una sólo es noche / y la otra un sueño?” (De natura rerum).
La levedad de la nieve simboliza el retorno a una inocencia primigenia, donde poder decir sin que las palabras se encuentren contaminadas por su carga significativa, y así acudir al reencuentro con un tiempo ilimitado: “A ese copo / que en mi mano se posa, le deseo / asegurar lo eterno / haciendo de mi vida y mi calor, /… / simplemente un instante: este mismo, sin límites” (Un poco de agua).
A la par, la imagen de la levedad de la nevada instaura un “desanudarse el cielo” para que así se pueda captar la transcendencia de lo existente, precisamente por lo que la transparencia, es decir, la simultaneidad de la presencia y la ausencia, pueda significar. En referencia a Aristóteles el autor afirma que “lo que vale es la transparencia”; y eso hay que expresarlo “en frases que resuene como un rumor de abejas / o como un agua clara.”
En el puro acto de la designación de las cosas elementales puede surgir la tentación de abandonar ese mundo observado; de aquí que Bonnefoy –en primera persona y como contraposición–, muestre también la pesadez, simbolizada en ese “hierro roñoso”: “Avanzo. Pero al hierro / roñoso se me engancha / la bufanda, y se rasga / en mí el paño del sueño” (El jardín). Una experiencia de la plenitud no sería posible mediante una evasión de la realidad, aunque el sueño no le abandone a lo largo de aquella.
En Las teas establece un paralelismo entre nieve y palabra, presentando la escritura como fuego surgido en la palabra, para concluir: “¿Pero acaso sabemos / si oímos tal palabra o la soñamos?” También en Hopkins Forest se halla esa identificación: “Igual que una nevada, / yo pasaba las páginas.” Aunque reconoce que la realidad ha sido agredida por el lenguaje (ese “mundo que el lenguaje ha devastado”). La conflictividad que reconoce entre esos dos ámbitos, puede resolverse en ese espacio, Hopkins Forest, donde “este suelo se abre / al infinito”, para que ya no haya “ni arriba ni abajo.”
El reconocimiento de las cosas comporta un mayor grado de conciencia de la realidad, abriéndose así a la vida; lo que supondría una manera de decir “que ya no se estuviese en el lenguaje solo.” La referencia a la nieve en primavera es, a la par, a la renovación de la vida donde “el niño / es el progenitor de quien lo toma / en sus manos de adulto una mañana y lo alza / en el asentimiento de la luz” (Todo, Nada, I). Ofrenda pues a ese renacimiento. Y afirmación: “Sí a escuchar, sí a hacer mío / ese venero, el grito de alegría palpitante.”; aunque “el temblor de la alegría en la escritura  es / sólo una sombra, acaso la más clara, / en palabras que siguen recordando” (Todo, Nada, II).
El reencuentro con lo existente se muestra en los cuatro poemas que constituyen La única rosa, en los que se narra, por parte de la voz poética, una secuencia en la que se describe la vuelta a una ciudad y el reconocimiento de los lugares identificados con la infancia, constatando “el ruido de las abejas / en el ruido de la nieve” (las abejas son recurrentemente un signo de lo real a lo largo del poemario); y lo que decían las abejas “parecen reflejarlo las infinitas lámparas”. Aunque de nuevo la duda le haga sospechar que está “durmiendo, y sueñe, y vaya por caminos de infancia” (La única rosa, III). Y que del encuentro con la realidad se concluya que “la nieve pisoteada es la única rosa.”
La experiencia de la plenitud al fin es posible precisamente debido al ejercicio de escritura llevado a cabo por la voz poética, a ese encuentro que se efectúa entre la “nieve” y la “palabra”; ya que sólo lo escrito se proyectará más allá de la existencia efímera de las cosas. Frente a la presencia eventual de una nevada, Bonnefoy ofrece la permanencia del poema: “Nieve / que has cesado de dar, que ya no eres / la que viene sino la que en silencio / espera… / hemos notado, en los cristales / empañados… / tu resplandor sobre la mesa grande” (Las teas). Un libro sobre la búsqueda y el hallazgo, con la iluminación del verbo, pues, en palabras del autor, “para el que busca, incluso si sabe que ningún camino le guía, el mundo en torno será una morada de signos.”

                                                                                                © Copyright Rafael González Serrano

miércoles, 28 de marzo de 2018

Tadeusz Różewicz: Inquietud

En 1947 publica Tadeusz Różewicz (Radomsk, Polonia, 1921) su libro de poemas, Inquietud (según otras traducciones, Ansiedad). Antes había dado a la luz su primer libro de poemas, Los ecos del bosque en 1944, Luego vendrían El guante rojo (1948), La llanura (1954), Conversación con el príncipe (1960), La voz anónima (1961), El rostro tercero (1968), Regio (1969), Una pobre alma (1976), En la superficie del poema y en su interior (1983), Deslumbramientos (1987), Siempre un fragmento (1996), etc. Dramaturgo también, escribió piezas teatrales como El fichero (1968), La vieja dama espera sentada (1969), Matrimonio blanco (1975) o En el foso (1979). Murió en Wrocław en 2014.
Inquietud, aparecido tras la Segunda Guerra Mundial, es en gran medida tanto una reflexión como una respuesta a los horrores de los que había sido testigo. Tiene la certeza de haber vivido “un fin del mundo”, y al verse salvado no puede evitar el preguntarse sobre esta experiencia límite. Así ocurre en su poema Salvado donde escribe: “Tengo veinticuatro años / me salvé / cuando me llevaban al matadero. // Estos son hombres vacíos y unívocos: / el hombre y la bestia / el amor y el odio / el enemigo y el amigo / la obscuridad y la luz”. Da igual apelar a las virtudes que a las maldades porque “las nociones son sólo palabras”. La salvación se hallaría en el encuentro con un guía ético: “Busco a un preceptor y maestro / que me devuelva la vista el oído el habla /… / que separe la luz de la obscuridad.”
Pero el poeta no se excusa y, recordando su pasado reciente, su propia vivencia,  no sólo se considera víctima sino también culpable: “tengo veinte años  / soy asesino / soy un instrumento / tan ciego como la espada / en la mano del verdugo.” (Lamento).  El sujeto poético no encuentra un receptor superior –aunque lo busca como quedó señalado–; y una negación tan absoluta le obliga a intentar acercarse al ser humano que sufre, ya que otra posibilidad no sería sino la desesperación.
El sentir religioso es otro tema que aparece en sus composiciones aunque sea con un significado negativo de refutación, como evidente consecuencia de las atrocidades observadas y padecidas: “No creo en la transformación del agua en vino / no creo en el perdón de los pecados / no creo en la resurrección del carne” (Lamento); o como constatación de las monstruosidades infligidas a la inocencia, ya que “engañaron”, “escupieron”, “condenaron”, “colgaron”… a ese “cordero blanco / que quitaba / los pecados del mundo” (Blancura, en clara referencia al Agnus Dei qui tollis peccata mundi).      
Los horrores de la guerra, las crueldades de la historia, reaparecen una y otra vez, estando presentes en diversos poemas como Trencita (“Bajo los vidrios limpios / yacen los cabellos rígidos de los asfixiados / en las cámaras de gas”), o Testigo: “Cómo es posible escribir / sobre el amor / escuchando los gritos / de los asesinados y deshonrados / cómo es posible escribir / sobre la muerte / mirando las caritas / de los niños.”
Mas entre tanta miseria también reivindica la cruda verdad de la carne humana, de la decadencia como espacio de creación poética, pues rechazando los pretéritos valores estéticos se inclina por una ética desilusionada (el pesimismo existencial se manifiesta con insistencia en este libro). Por ello considera que “el poeta del basurero está más cercano a la verdad que el poeta de las nubes”. Y en el poema El cuento de las mujeres viejas expone la vejez como contraste y confirmación del estado del mundo tras la hecatombe de la guerra. En él afirma: “Me gustan las mujeres viejas / las mujeres feas / las mujeres malas” porque “son la sal de la tierra // no aborrecen / la basura humana.” En consonancia con un tiempo en el que el mundo se ha convertido en un estercolero al haberse derrumbado toda dignidad humana.
La contraposición –o alternancia– ente la vida y la muerte también se haya presente en varios poemas. Ya desde el inicio, en Rosa, las confronta: “Rosa es una flor / o el nombre de una muchacha muerta.” O en Rehabilitación después de la muerte en donde “Los muertos se acuerdan / de nuestra indiferencia / los muertos se acuerdan / de nuestro silencio / los muertos se acuerdan / de nuestras palabras”, pero al final, “los muertos no nos rehabilitarán.” Sin embargo, la vida es antagonista de la finitud como un don salvífico y genésico: “Después del fin del mundo / después de la muerte / me encontré en medio de la vida”, y comienza a crear el mundo nombrando las cosas, bien que “la vida humana tiene gran peso / el valor de la vida / supera el valor de todas las cosas” (En medio de la vida).
Como no podía ser de otra forma, la propia práctica poética es objetivo de sus composiciones. Para censurar la actividad de ciertos colegas: “juegan // olvidan / que la poesía contemporánea / es lucha por el aliento” (Liberación de la carga); o cuestionar si tiene sentido hacer poesía en los tiempos presentes: “Los poetas muertos / se van rápidamente / los vivos / arrojan / de prisa / nuevos libros / como si quisieran tapar con papel / un hoyo” (Desde hace un tiempo).
Pero también reflexiona sobre su propia tarea creativa; dónde tiene su origen, cuál es su viabilidad, qué valor pueda tener y qué finalidad conseguir. “De la grieta / entre yo y el mundo / entre yo y el objeto / de la distancia / entre el sustantivo y el adjetivo / intenta salir / la poesía” (En el teatro de sombras). Y en el poema Mi poesía expone una especie de poética: “nada explica / nada aclara / no renuncia a nada //… // obedece a su propia necesidad / a sus posibilidades / y limitaciones //… // abierta para todos / exenta de misterio / tiene muchas tareas / que nunca podrá cumplir.” Propone, pues, una poesía humilde, cotidiana, ética, franca y consciente de sus restricciones.          
Se ha considerado a Różewicz como creador de una “antipoesía”, quizá en una interpretación demasiado libre de una afirmación suya tan contundente como que “la poesía está muerta”. Este categórico veredicto ciertamente se dirige a una poesía del pasado, la de la palabra bella y metafísica. En el nuevo quehacer, el de una poesía consustancial con la situación posbélica, debían buscarse nuevos medios  acudiendo a una palabra despojada de toda retórica y que vaya directa al tema, haciendo uso de elementos como el monólogo interno, el diálogo, la descripción o, incluso, no poéticos (las referencias, las citas de autores, etc.). En poemas austeros, sin metro, rima, casi sin metáforas; despojados de cualquier ornamento, a fin de no apartarse del objetivo de reflejar la pérdida de normas morales y de valores sufrida por el hombre tras la devastadora contienda.      

                                                                                                © Copyright Rafael González Serrano

lunes, 29 de enero de 2018

Raymond Queneau: El instante fatal

Raymond Queneau (El Havre, 1903), publica El instante fatal en 1948. Antes había dado a la luz poemarios como Roble y perro (1937), Los Ziaux (1943); y luego vendrán, entre otros, Pequeña cosmogonía portátil (1950), Si te imaginas (1952, donde reúne sus primeros libros, y con el título de sus más famoso poema), Cien mil millones de poemas (1961), El perro con la mandolina (1965), Batir la campaña (1968), Moral básica (1975) … Más conocido como prosista, con títulos como Zazie en el metro (1959) o Las flores azules (1965), fue cofundador del Oulipo (Taller de literatura potencial). Murió en Paris en 1976.
En este libro se recogen poemas escritos entre 1920 y 1948, por tanto, de diversa naturaleza y características: la inspiración surrealista, el juego verbal, la ironía, la angustia por el paso del tiempo y la inevitable decadencia. Consta de noventa poemas divididos en cuatro secciones: Marina, Un niño ha dicho, Para un arte poético y El instante fatal.
La primera sección se inicia con el poema que le da título, Marina, con tonos abiertamente surrealistas: “los peces tienen bonitas cabezas / que hay que desplazarlos con frecuencia / a causa de los destrozos que hacen en el corazón de las medusas”; o “Los tiburones no se aburren / con la funda de un colchón / fabrican hermosas sábanas / para los ahogados astutos”. En ocasiones acude a la enumeración torrencial de versos con asociaciones inverosímiles: “ciclámenes del amor en ropa de incidencia /… / sistros de los bailes a las lunas nefréticas” (Catálogo análogo). El juego verbal se plasma en la contracción de palabras –“mencuentro”, “desdhace”–, en la aproximación al habla coloquial –“delomás”, “quetenga”, “sesuicidó”–, incluso se extiende a las matemáticas –de las que era un apasionado–, “Cuando Uno hizo el amor con Cero” (Cisnes).
El humor es otro de los elementos empleados con profusión en sus composiciones; no es sino una historia de humor surreal El archipiélago donde se describe la relación entre un archipiélago y un volcán. Y en algún otro poema las asociaciones poéticas tienen un claro sesgo onírico; “Los carceleros rugen de gozo cuando lamen las esposas / más frías que la campana de una iglesia”, y que, con indisimulada evidencia, concluye con un “PROHIBIDO NO SOÑAR” (La torre de marfil).
En la segunda parte hay diversas composiciones a modo de canción. “Un niño ha dicho / yo sé unos poemas / un niño ha dicho / iosé unas poyeseías / … / si el poeta pudiera echar a volar / los niños querrían / partir con él” (Un niño ha dicho). Utiliza también el soneto  –Pinos, pinos y abetos–, el juego de palabras, “kualkierkosa” (En el espacio), la repetición anafórica: “al casi casi de los cisnes / cantan los cañizales / al casi casi de un pino / tañen dos campaniles” (Los casi casi).
El tercer apartado –Para un arte poética– contiene, en consonancia con el título, una especie de poética no exenta, desde luego, de un tono humorístico. Va desarrollándola a lo largo de los poemas –es esta ocasión numerados–, ya desde el inicial: “Un poema es muy poca cosa / apenas algo más que un ciclón en las Antillas / que un tifón en el mar de China / que un temblor de tierra en Formosa…”, en donde la ironía no deja de ser paradójica; o viceversa. En otro poema concibe la poesía como un acto pasional, involuntario: “las palabras basta con amarlas / para escribir un poema / nunca se sabe lo que se dice / cuando nace la poesía”. Aunque la angustia del poeta también está presente en el proceso de la escritura: “heme aquí frente a la nada / a nada en absoluto”. Incluso el escepticismo puede concitar la burla agresiva hacia un abstracto receptor: “a / la / posteridad / le digo mierda y más que mierda / y requetemierda /… / a la posteridad / que espera su poema”.
La cuarta sección, El instante fatal, es la más extensa y la más importante tanto formalmente como por el contenido. El poeta construye toda una visión de la vida desde la muerte, o su proximidad en la senectud. Unido a ello aparece también el tema del carpe diem. En El instante fatal, el poema más estremecedor, articula una serie de versos en los que en una especie de letanía al primero de cada serie de dos le responde un segundo en el que la presencia de los muertos es incesante, obsesiva, ubicua: “Cuando entramos por la boca y de través / en el imperio de los muertos //  con nuestras verrugas nuestros piojos y nuestros cánceres / como tienen todos los muertos // … // cuando el cuerpo esté molido por la fatiga medular / que revienta a los muertos // y el cerebro apolillado por tanto estilo gruyère / atributo de los muertos…” Y el poeta no olvida que “siempre el instante fatal llega para distraernos”, incluso de esa presencia insistente de los otros muertos para ofrecernos ineluctable la propia.
El paso ineludible del tiempo se muestra en el poema Envejecer (“Mi juventud ha acabado / mi juventud se ha ido”), y especialmente en su poema más famoso –que dio lugar a una canción de enorme éxito popular–, Si tú te imaginas: “Si tú te imaginas / si tú te imaginas / chiquilla chiquilla… / que va a durar siempre / la estación de los a… / la estación de los amores / cuánto te equivocas / chiquilla chiquilla / cuanto te equivocas”.
Los títulos de los poemas de esta sección son los suficientemente elocuentes, Lamentación, Los muros (“el suelo de la tristeza / está tejido de sufrimiento”), Los desgraciados, Mi pequeña vida (“que espantosos son / esos dos huecos en lugar de ojos / que los muertos tienen”). En otras composiciones la nostalgia y el recuerdo son amargos pues el poeta afirma que “estoy tan muerto ya que no puedo ni llorar de risa” (Le Havre de Gracia); o en Si la vida se va: “Si la vida se va / no hay vuelta de hoja / si la vida se va a toda marcha / más vale pensar si vale la pena / que el sol salga”.
El drama de la existencia se muestra en esa retahíla de desgracias acaecidas al hombre a lo largo de la historia: “Tanto sudor humano / tanta sangre gangrenada / tantas manos agotadas / tantas cadenas /… / tantas guerras y tantas paces…” (Tanto sudor humano). En ocasiones impreca a los demás por la rendición asumida: “porque decís sí a los miserables // porque mojáis el pan en nuestra sopa // porque os bebéis el alcohol de nuestro vino” (A los otros). Ante el destino final, vislumbrando esos cementerios que aún estando lejos no lo están demasiado, todavía puede esbozar un gesto de impotente rebeldía: “Cuando vituperados los diez mil seres de la tierra / cuando malditas las cien mil miserias / cuando detestados todos los males /  haya que ir al cementerio / meemos en un jarro” (Regreso a la tierra).
El Instante fatal es un libro donde Queneau da rienda suelta a su libertad de expresión poética, forjando así una prosodia que rompe con las estructuras convencionales al introducir el lenguaje coloquial, las bromas, el humor, el tono familiar, los juegos. El poeta trata a las palabras como seres vivos que, espera, “se conviertan en trabajadores” para así forjar un lenguaje creativo. La poesía de Queneau contiene varios niveles de lectura. Un primero sería aquel en el que el juego, el divertimento, la experimentación formal gratifican una lectura menos atenta. Mas luego, en una lectura más profunda, aparece la temática que da sentido al texto, desde el goce de la existencia al ineludible trascurrir del tiempo y el ineluctable destino. En esa escritura están contenidos los elementos simbólicos de su poética, en donde el humor –tan frecuente– no deja de ser un mecanismo protector frente a la angustia de la muerte. En la creatividad lírica de Queneau se encuentran íntimamente imbricados lo trágico y lo burlesco sin que entre ambos se genere una relación que por incompatible haga inviable su convivencia.   
Nota final (ineludible). Como ya ha ocurrido en otras ocasiones con libros de esta colección, la editorial no ha tenido a bien no ya ofrecer un estudio preliminar o unas notas explicativas –ya que no se trata de una edición crítica–, sino ni tan siquiera un breve prólogo o introducción. No parece que esa sea la mejor forma de presentar un libro.

                                                                                               © Copyright Rafael González Serrano

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