José Luis Zerón Huguet: De exilíos y moradas
Nuevo libro de José Luis Zerón, De exilios y moradas, y nueva apuesta por una poesía iluminativa y totalizadora. Ya el título nos remite a una especie de tratado por ese “de” inicial (y no sólo con resonancia medievales, como apunta el prologuista, sino también clásicas: baste recordar, por ejemplo, el De rerum natura). El “exilio” y la “morada” como elementos contrapuestos pero necesariamente complementarios. Se enmarca así el texto entre el alejamiento obligado o voluntario de la propia morada (sea simbólico o fáctico), y la residencia íntima y continuada en ese lugar habido por propio.
En el libro habitan resonancias místicas y teresianas (esas moradas a través de las cuales se aspira a la comunión con el Uno). Sí, puede que un misticismo laico –valga el oxímoron– como se encarga el autor de manifestar en la apelación que es la Oración a Juan de la Cruz (elidido el San), donde, en anafórica pregunta, insta al poeta abulense para que le de las claves de lo que reside “más allá de la espesura”.
El poemario se articula en cuatro partes y un proemio. In límine, la figura terrible de Moloch, dios sediento de sangre al que los judíos y púnicos (Cartago), ofrecían en sacrificio, el tofet, a los niños recién nacidos para aplacar su ira: “Todavía su violencia / nos exige sacrificios / y nos abandona / hundidos en el vértigo / que la sangre alimenta.” Porque el dolor también nos constituye –de ahí, el referente–, y por ello nos obstinamos en permanecer en el umbral de la herida, “esclavos e insumisos / del olvido y la memoria”, doble y nueva asociación de contarios.
El tema del exilio aparece ejemplarizado en diversos poemas con obvios protagonistas: Prometeo, exiliado en el Mar Negro, sometido a la incesante tortura del “ángel-águila” devorándole las entrañas, lamentándose de ese eterno retorno, de la repetición de su condena (Prometeo encadenado); o las Danaides –hijas del exiliado Dánao en Argos– penadas a llenar un barril sin fondo: “sed de ocasos / nunca saciada.” O, incluso, en el hijo pródigo, como símbolo también del viaje y, por tanto, del exilio, aunque ese fugitivo sepa “que no hay huida posible”, y tenga que retornar habiéndolo perdido todo en los caminos.
El poeta nos confronta con el “ruido del mundo”. En La danza de Shiva (dios hindú de la destrucción y, precisamente por ello, de la transformación), son de nuevo los contarios los que se armonizan: “No hay quietud sin movimiento, / ni silencio sin alboroto.” Esa inseguridad del ámbito externo donde nos afanamos es la que genera el abismo que amenaza con devorarnos: “No hay lugar seguro / ni centro, sólo fauces” (Aún somos). Y en una enumeración que conduce al acabamiento, se intuye lo terriblemente ineludible: “Presientes la llama, la brasa, la ceniza” (Alto voltaje).
La perdurabilidad transita los poemas de la sección Le dur désir de durer. Es el ansia de trascenderse aún a sabiendas de su inviabilidad. O de participar en la génesis de un espacio propio: “Busco un lugar donde vivir en la negación de las respuestas” (De noche), pues aunque haya una búsqueda de respuestas ante los enigmas, refutarlas es la única estrategia para no caer en la complacencia. Otra táctica sería experimentar la confluencia con todo lo que es y lo que no es: “Hoy existo en todo lo que existe / y muero en todo lo que muere” (Ubicuo). Pero la apuesta por la Vida es tan arriesgada como concluyente e inefable en su manifestación: “Cualquier nombre resulta inexacto / para definir aquello que nos acaricia / mientras nos destruye.”
El hallazgo y la pérdida, que son en definitiva las guías sobre los que se desliza el sentimiento amoroso, hallan también su “morada” en estos versos. De ahí que el poeta explore el amor y su posibilidad, la compleja conflictividad entre la presencia y la ausencia. Muestra de ello son varios extensos poemas de tono elegiaco. Y de pérdida trata el poema sobre Orfeo, aunque la palabra cumpla aquí la misión de restituir esa pérdida: “puedo darle ser en el ser de la palabra” (El desconsuelo de Orfeo).
Porque precisamente en la palabra reside tanto la salvación como el peligro. Está la necesidad de decir, de nombrar lo que se fuga: “Déjate nombrar, /... / palabra no dicha”, y así buscar el significado –“dale un sentido a mi afán estéril”–, pues intuimos que hay un más allá del lenguaje, la condición última de la realidad más radical. El no-decir remite a lo inexplicable, no ya sólo racionalmente sino incluso metafóricamente, lo misterioso –o numinoso– que quizá sólo habite en el silencio.
Pero la exploración del lenguaje es una posibilidad, un envite en el arriesgado juego de la vida. De aquí que José Luis Zerón escoja muy a conciencia los términos que desafíen al abismo de la página en blanco mediante el uso de un lenguaje sustantivo y esencial (“vida”, “luz”, “ruina”, “llama”, “duda”, “tiempo”, “muerte”, “mundo”, sueño”, “miedo”, “anhelo”...), lejos de vencidas expresiones de un presente ruinoso, o trivialidades con la espuria vocación de vanas provocaciones. Y a la par que el decir, el mirar aliado; el mirar el mundo con el lenguaje de la intensidad (Miro el mundo). Porque el decir, el nombrar, el ponerle palabra a lo indefinible, responde a esa necesidad de “conjurar a la muerte”.
Amparo Arróspide: En el oído del viento
Según los datos de la solapa, el último título publicado por Amparo Arróspide, Mosaicos bajo la hiedra, data de 1991. Así es que han transcurrido veinticinco años hasta la aparición de este nuevo poemario, En el oído del viento, largo periodo que le habrá permitido una elaboración depurada –y asumible en la autoexigencia de la autora para con su obra– de los poemas contenidos en el volumen.
El libro se divide en dos partes y un “a modo de epílogo”. En el oído del viento y El mundo en fuga, son los títulos de ambas partes, habiendo un enlace –en realidad, un evidente anuncio mediante una cita expresa– que permite la transición de la primera a la segunda parte. Además, como guía orientativa sobre algunas referencias (las hay más crípticas o, al menos, personales, pero también más obvias: “pubis angelical”), añade al final la autora unas Notas.
A lo largo de los poemas encontramos una serie de temas o motivos así como diversas técnicas líricas y una variada gama de recursos. Las composiciones, por lo general largas y sin título (salvo algunas excepciones, Migraña kármica del migrante), rompen en múltiples ocasiones con los ritmos convencionales e, incluso, con la puntuación, eludiéndola y señalando la separación con mayúsculas iniciales; o, en otros casos, la manifestación expresiva adopta la forma del versículo.
La ironía y el juego con el lenguaje (“medios de incomunicación”, “anales histéricos”, “bellos de atar”), el humor asociativo (“pingües y pingüinos”, “andas y volandas”), la acumulación de términos contradictorios (“endiosaron ningunearon”, “disciplinadas obedecidas”), constituyen parte de los recursos usados por la autora en el recorrido poético a la búsqueda de una identidad no siempre conocida mas sí presentida: “¿Pero quienes somos en el oído del viento?”, cuestión respondida en los versos que señalan los instrumentos forjadores de un sentido: “los yunques y crisoles / van a contar la historia sin historia”.
Porque la voz poética insiste en preguntarse “¿quién fui yo?”, como referente quizá inútil, como el ancla de un pasado que impide remontar el vuelo, en la angustia de rememorar con insistencia lo perdido: “ay de quien rebusca aún en el corazón apagado los brazos / del ayer”; “ay… de quien cena con sus fantasmas y les da de comer en la / boca con amor”.
La lluvia –uno de los plurales símbolos utilizados– constituye una metáfora de la regeneración, del renacer, pero también de la repetición de lo mismo: “oigo llover en mí / envuelta en rostros entrevistos”, o “varios días sin llover varias noches / bajo el tacto de las ropas”. Manifiesta la autora un tono alerta, con una tensión expectante entre los registros desalentados (“sin noticias del / universo suyo”), o esperanzados (“en el hechizo de una voz permanece lo amado”), con la salida o solución de “saltar al mundo en fuga”, y de tal forma enlazar con la siguiente sección.
La segunda parte participa de las mismas figuras retóricas que la primera, acuñando a veces imágenes muy expresivas: “el encaje de unas celosías en la piel de la penumbra”, u “orinar por los espejos de la hipotenusa”. En esta sección se acentúa la ironía, sobre todo cuando se parodia el lenguaje burocrático o político, distorsionando los términos para ofrecer un remedo burlesco del mismo (“peladumbre”, “lubarrones”, “lusonjas”).
La labor de la escritura supone una búsqueda, una indagación en la realidad, una salida del laberinto de la existencia –y esto lo sabe Amparo Arróspide– pero su lucidez le lleva también a la duda, a cuestionarse la virtualidad de esa ardua tarea, a preguntarse por la validez del quehacer poético: “¿Todos los poetas no pueden… / obtener un doctorado en sinestesia…?”, para apuntar al fin si la solución no sería el silencio: “¿No pueden desdoblarse transmutarse / no pueden extrañarse balbucearse / y enmudecer al fin?” Pero hay que apostar por la palabra, jugarse en el lenguaje la opción –se materialice o no– del conocimiento, “soltando el lastre del discurso al cielo”.
Impresionante diario no fechado, y en el que lo
improvisado es profunda reflexión, el que nos propone José Luis Nieto en este
nuevo libro (de honda, iluminada y auténtica poesía, bien que escrita en
prosa), en este Diario de improvisaciones.
Porque el autor realiza una travesía por el interior del ser humano y de lo que
le es propio en su existencia, desde el deseo al escepticismo, en una
trayectoria que recorre un sendero de desencantos enhebrados en el implacable
transcurrir del tiempo.
Se inicia el libro con una semblanza –tan ficticia
como real– de la propia voz poética, ese Boris Lubernieff, más que posible
alter ego que “recoge las esquirlas del minutero, desliando los nudos de la
cuerda que ahorca sus temores”. En esta introducción se encuentra toda una
declaración de intenciones: desde la impostura hasta la caída de las esperanzas
vitales, reflejado todo ello en el espejo de una mirada irónica.
Circulan por el texto los rasgos difusos de la
máscara: “Yo mismo soy una mentira y toco cada fibra de mi embuste esperando
que alguna certeza le escupa”. O la brevedad de lo dado y vivido, de lo que nos
recorre. Ya que el tiempo, siempre acechante, siempre implacable, es el juez
último y, por ello, hay que apurar lo fugaz, de tal suerte que pueda decir ese yo
poético: “me he hecho un gourmet de los instantes”.
En el eje del tiempo está esa nostalgia que nos incita
(aunque sólo sea en la memoria), puesto que lo que fue o pudo ser es una
semilla generadora a la par que –como ve el poeta– una coartada: “brindemos por todo aquello que
no está, por todo aquello que se ha ido y que no sabemos si llegará a descansar
en el fondo del sótano de nuestras vidas o se marcará en las almas con la tinta
indeleble de la cobardía”. Recuerdo, pero también olvido, ya que “el olvido es
la ley y la distancia su moneda”.
Ante la incertidumbre (la que habita en la noche o
cualquier otra), hay que dejarse llevar por el azar: “Voy a aprender a vivir y
así... aprobar la asignatura más densa de la existencia: teoría del destino”.
Lo que esperamos pude obtenerse o perderse sucesivamente por su propia
condición de aleatorio: “Toda ausencia o presencia es tan virtual como la
capacidad de ensoñación y remembranza sin palabras”.
Y siempre entre nuestras ilusiones (en el doble
sentido) el deseo, aunque “aquello que más se desea suele ser lo que nunca
conseguimos y antes perdemos”. Y entre los deseos, el amor, bien que éste “es
el teorema más indeterminado que los eruditos pueden enunciar entre el vuelo de
un paréntesis”. Y a la caída de este sentimiento no es desde luego ajena la
madurez, esa gran arruinadora de sueños.
Al poeta le resta seguir, aunque lo confiese: “sé que
este río no lleva a ningún mar pero navego por él sin intentar alcanzar alguna
orilla”. Como singladura a través de la noche lo son esas composiciones
precedidas de la hora (esa “cena de caníbales”), donde todo es distancia
(“aquí: tan lejanamente cerca”); un periplo de dolor por el vacío y la
nada (“el mar de la resaca en los
acantilados de la cama”). Y. a pesar de todo, “hay que doblar la esquina y
seguir”. Porque, incluso, cuando la muerte nos reclama algo: “hacemos poesía de
lo pasado, elegía de la ausencia, canto de los rescoldos, trazos de lo
invisible”. Así –nos lo recuerda en este sobrecogedor y lúcido libro José Luis
Nieto– somos los humanos.
Articulado en una introducción y
tres partes, este nuevo libro de Paco Moral, Cuando la noche calló sobre Lisboa, se inicia con una dedicatoria
al protagonista de ese viaje por un territorio nocturno donde se dan cita el
recuerdo y los deseos. Esa voz presenta a un fugitivo de sí mismo, no
reconocido por los otros; un solitario que asiste a un cónclave de fantasmas
constituido por los vivos y muertos de esa ciudad. “A ti / que viniste deshecho
desde otra ciudad”; “Tú deberás... / contar lo imaginado y lo vivido / para que
otros iguales vengan y no hallen / la luz en tus palabras...”
Una primera parte, El niño junto al río, sitúa la acción en
esa noche que, al parecer cansada, deja de hablar sobre Lisboa y su paisaje de
muelles y sombras. En ese malecón están las figuras de un niño, de una negra,
de un borracho, que son parejos al viajero solitario en tanto que símbolos de
la derrota. Se fantasea con la hipotética muerte de ese viajero, que encuentra
reflejada su imagen en el espejo de los otros. Cuando la policía revise su
equipaje sólo encontrará los signos de una ausencia: “unos cuantos poemas / de
soledad / y muerte / garabateados con un bolígrafo / rotulador”.
En los dos últimos poemas de esta
sección, de la tercera persona se pasa a la primera, fantaseando la voz
protagonista una aparición que otorga un viso de esperanza, pues cuenta cómo:
“se abrieron las compuertas / del ferry tras de mí / y una rubia platino con un
escote a juego / me miró”. Mas bien sabe que no es sino una entelequia (“yo sé
que no existía”), una tabla de salvación para alejarse de una realidad
insoportable. Y aunque la interpele, reconocerá que: “se volvió /... / me miró
y dijo algo / en un idioma propio que utilizan / los muertos / y al punto, poco
a poco, / se fue desvaneciendo”. Es, pues, el símbolo de un deseo imposible que
se deshará en la distancia.
La segunda parte, Esbozos orientales, está conformada por
cuarenta y dos haikús, que sirven para hacer un recorrido por el recuerdo y la
memoria (“Sólo un recuerdo / pero duele si dura / más de un segundo”), el
tiempo y lo instantáneo, el anhelo y la aceptación de lo irremediable (“Ya no
tirito / cuando duermo desnudo / de tu recuerdo”), lo inmediato y lo largamente
esperado, la amargura y el dolor (“Sobre las llagas / la sal es parecida / a
algunos besos”), el olvido y la distancia, la carne y el deseo; la vida, en
suma.
La tercera parte, la más extensa, La terquedad de la memoria, está configurada a modo de diario (en catorce jornadas) que recoge las experiencias vividas o los sueños generados. Se trata de una precisa “crónica de ausencia”, como subtitula el autor. Por ella desfilan desde ese telegrama inicial, que es una auténtica elegía, hasta la llamada urgente y anhelante –aunque frustrada– ante la proximidad del regreso y el reencuentro. Es paradójico que sean dos supuestos medios de comunicación, como son un telegrama y una llamada telefónica, los que abran y cierren este capítulo, quizá como contraposición a tanta distancia y alejamiento manifiestos en el poemario.
En medio, el poeta-narrador –así se le puede llamar, pues, en ocasiones, es un verdadero contador de historias–, se identifica con el personaje masculino de una imaginaria historia de amor, ajena, pero que hace propia: “Aún me duele su beso, / el sabor a tabaco y a cerezas / de su boca increíble”. Un gato será el símbolo del propio vagabundeo; un cementerio, el instigador de la memoria. El paseante se pregunta cómo será todo lo que no es: “¿Cómo será no ser...? / ¿Cómo será estar muerto...? / ¿Cómo será no amarte?” Intuye que la ausencia está hecha del mismo material con que se hacen los sueños; y, a través de una plegaria, invoca la restitución de esa ausencia amada, mediante la repetición insistente y anafórica de ese “Ven... Ven... Ven...” que concluye con el amén de: “Ven / amor mío. / Y que así sea”.
Dos sonetos –pues el autor también utiliza esta composición–, le sirven para manifestar tanto la pérdida como el cariño; lo mismo que el Pereira de Tabucchi para reflexionar sobre el paso de la existencia (las referencias son manifiestas en diversas citas, o bien implícitas; muy a menudo, evidentemente, en relación con la ciudad evocada). Una canción –a pesar de calificarla como “desesperada”–, es un trayecto por lo intentado y lo conseguido, lo emprendido y lo realizado, en la búsqueda de los signos del amor, reconociendo que todo lo iniciado obedecía al aliciente de un tú: “Hoy sé que fue por ti”. Y es que esta ronda nocturna, este periplo lisboeta es una búsqueda interior para combatir esa carencia (ese “sin ti”), y así hacer presente ese tú tan deseado, que es el verdadero instigador de los versos.
La tercera parte, la más extensa, La terquedad de la memoria, está configurada a modo de diario (en catorce jornadas) que recoge las experiencias vividas o los sueños generados. Se trata de una precisa “crónica de ausencia”, como subtitula el autor. Por ella desfilan desde ese telegrama inicial, que es una auténtica elegía, hasta la llamada urgente y anhelante –aunque frustrada– ante la proximidad del regreso y el reencuentro. Es paradójico que sean dos supuestos medios de comunicación, como son un telegrama y una llamada telefónica, los que abran y cierren este capítulo, quizá como contraposición a tanta distancia y alejamiento manifiestos en el poemario.
En medio, el poeta-narrador –así se le puede llamar, pues, en ocasiones, es un verdadero contador de historias–, se identifica con el personaje masculino de una imaginaria historia de amor, ajena, pero que hace propia: “Aún me duele su beso, / el sabor a tabaco y a cerezas / de su boca increíble”. Un gato será el símbolo del propio vagabundeo; un cementerio, el instigador de la memoria. El paseante se pregunta cómo será todo lo que no es: “¿Cómo será no ser...? / ¿Cómo será estar muerto...? / ¿Cómo será no amarte?” Intuye que la ausencia está hecha del mismo material con que se hacen los sueños; y, a través de una plegaria, invoca la restitución de esa ausencia amada, mediante la repetición insistente y anafórica de ese “Ven... Ven... Ven...” que concluye con el amén de: “Ven / amor mío. / Y que así sea”.
Dos sonetos –pues el autor también utiliza esta composición–, le sirven para manifestar tanto la pérdida como el cariño; lo mismo que el Pereira de Tabucchi para reflexionar sobre el paso de la existencia (las referencias son manifiestas en diversas citas, o bien implícitas; muy a menudo, evidentemente, en relación con la ciudad evocada). Una canción –a pesar de calificarla como “desesperada”–, es un trayecto por lo intentado y lo conseguido, lo emprendido y lo realizado, en la búsqueda de los signos del amor, reconociendo que todo lo iniciado obedecía al aliciente de un tú: “Hoy sé que fue por ti”. Y es que esta ronda nocturna, este periplo lisboeta es una búsqueda interior para combatir esa carencia (ese “sin ti”), y así hacer presente ese tú tan deseado, que es el verdadero instigador de los versos.
En este epistolario simulado (la
poesía es fingimiento, Pessoa dixit), el poeta, a través de catorce secciones,
apela a los otros y a sí mismo, a los conocidos y a las presencias ocasionales,
a lo experimentado y lo deseado, a lo perdido y lo buscado, incluso a ese Dedo
o Señor que trata de imponer su voluntad. El libro puede entenderse como una
deuda que el poeta tenía que saldar. De ahí esas “cartas que debía”; deuda que
tiene el doble sentido de débito y obligación: para con los demás y para
consigo mismo. Es un ajuste de cuentas con lo vivido, o con aquello que, aunque
se haya ido dejando, a uno le hubiera gustado abordar.
Formalmente, los versos rompen con
las reglas habituales de puntuación e, incluso, alteran deliberadamente la
sintaxis. El juego voluntario de asonancias y consonancias (“tan sólo te separa
del olvido haber nacido”) marca, en ocasiones, un ritmo peculiar. La alteración
de las expresiones convencionales (ser un “sabelonada”), las asociaciones
inusuales (“un zapato de cordón umbilicado”)
y la ruptura de la construcción
al uso contribuyen, junto con lo anterior, a generar un texto muy
elaborado y personal que podría tomarse
por difícil si no se realiza una lectura atenta.
Desde un lugar ni siquiera preciso –“sentado en el borde de los mapas” –, la voz poética va confrontando las diversas situaciones, en varios ámbitos, que la existencia, en su azarosa manifestación, nos pone delante. En ocasiones es el dolor y la enfermedad, escondida, recluida tras esas: “llave perfecta del olvido” y “llave de estiércol que me guarda”. Esas habitaciones de hospital, manicomio o asilo son el símbolo de lo que debe desterrarse de una sociedad aparentemente sana mas ocultadora de sus miserias. Y el enfermo, el loco, el anciano se enfrentan a “ese rostro de cuarzo feldespato”, sin más salida que un “apagón definitivo”.
Los otros –que es tanto como decir nuestros dobles–, nos recuerdan que conjuntamente estamos condenados a la vida, para así conocer y reivindicar que obtener un lugar en lo alto es sólo para aquellos “que solemnes han triunfado / tan abajo”. Y que “la tristeza mide exactamente lo que mide / del suelo a las ausencias”. Conciencia implacable de la derrota la que transita por estos desengañados –y no por ello menos certeros– versos.
Pero los registros del libro son plurales. Y Rafael Soler no puede renunciar a la ironía, arma salvadora –y quizá sanadora– frente a los embates sufridos por los sinsentidos que nos asedian. Buena muestra es la sección A quien por todos habla, en donde pide: “haz Señor la eternidad / del tamaño conciso de una vela”. O en los cantos elegiacos de la bebida, donde se juega con las frases hechas: “torres más altas / y tercos bebedores cayeron”. O en esos paródicos actos de fe: “creo en la mano tendida / del manco... / del que hurta a la vista su pistola”. Al humor puede añadirse también, en ocasiones, un sutil escepticismo, bálsamo reparador de heridas y fracasos.
Ciertamente importante es el contenido erótico del libro. Tratado con humor en ocasiones (“nalga hidráulica”, “pezón al que no asuste su abandono”, o “falda izada a más de más de lo más alto”); con celebración en otras (“a mi barra te acercas descorchando / las entrañas del mar que nos espera”); como un homenaje en De luna bien vestida y sin alambres; moviéndose entre las dos llamas: la de la pasión que conduce “de temblor en temblor donde crepitan / las cuatro espadas con hambre de tu hoguera”, hasta esa otra “letal definitiva / que colma de nosotros cada urna”. Pues bien sabe el poeta, en esa búsqueda de identidad (“soy lo que nombras”) por medio del amor que, alerta en el insomnio, se asiste a la única certeza: “el hábito de amar a las renuncias”; y de que así “siempre vivir te costará la vida”.
Hay en estos versos también un ejercicio de memoria –siempre tan arbitraria–, “tomando a cucharadas / cuanto quiera servirte de tu historia / la memoria”; de distanciamiento (“dícese piel a la envoltura / que aleja de nosotros la certeza de tanto hueso extraño”) para, desde fuera, observarse a uno mismo; o como toma de conciencia del propio acto de escritura: como refugio y estrategia de defensa frente al tiempo devorador; aunque puede que no sea sino un remedio baldío, puesto que tras “empuñar la pluma con descaro”, al final se acabe “dejando el folio en blanco”.
El libro termina con un poema con el mismo título que el libro anterior de Rafael Soler, Maneras de volver. Es, pues, una vuelta al inicio de su reencuentro con la escritura, cierre de un círculo que, en un lugar de hallazgos y reconocimientos, da cuenta de un cumplido viaje: “donde quiera que sea ya has llegado”. Viaje este navegado con la sabia, lúcida e irónica visión con se que plasma una travesía vital, y que en este acertadísimo libro nos ofrece el poeta.
Desde un lugar ni siquiera preciso –“sentado en el borde de los mapas” –, la voz poética va confrontando las diversas situaciones, en varios ámbitos, que la existencia, en su azarosa manifestación, nos pone delante. En ocasiones es el dolor y la enfermedad, escondida, recluida tras esas: “llave perfecta del olvido” y “llave de estiércol que me guarda”. Esas habitaciones de hospital, manicomio o asilo son el símbolo de lo que debe desterrarse de una sociedad aparentemente sana mas ocultadora de sus miserias. Y el enfermo, el loco, el anciano se enfrentan a “ese rostro de cuarzo feldespato”, sin más salida que un “apagón definitivo”.
Los otros –que es tanto como decir nuestros dobles–, nos recuerdan que conjuntamente estamos condenados a la vida, para así conocer y reivindicar que obtener un lugar en lo alto es sólo para aquellos “que solemnes han triunfado / tan abajo”. Y que “la tristeza mide exactamente lo que mide / del suelo a las ausencias”. Conciencia implacable de la derrota la que transita por estos desengañados –y no por ello menos certeros– versos.
Pero los registros del libro son plurales. Y Rafael Soler no puede renunciar a la ironía, arma salvadora –y quizá sanadora– frente a los embates sufridos por los sinsentidos que nos asedian. Buena muestra es la sección A quien por todos habla, en donde pide: “haz Señor la eternidad / del tamaño conciso de una vela”. O en los cantos elegiacos de la bebida, donde se juega con las frases hechas: “torres más altas / y tercos bebedores cayeron”. O en esos paródicos actos de fe: “creo en la mano tendida / del manco... / del que hurta a la vista su pistola”. Al humor puede añadirse también, en ocasiones, un sutil escepticismo, bálsamo reparador de heridas y fracasos.
Ciertamente importante es el contenido erótico del libro. Tratado con humor en ocasiones (“nalga hidráulica”, “pezón al que no asuste su abandono”, o “falda izada a más de más de lo más alto”); con celebración en otras (“a mi barra te acercas descorchando / las entrañas del mar que nos espera”); como un homenaje en De luna bien vestida y sin alambres; moviéndose entre las dos llamas: la de la pasión que conduce “de temblor en temblor donde crepitan / las cuatro espadas con hambre de tu hoguera”, hasta esa otra “letal definitiva / que colma de nosotros cada urna”. Pues bien sabe el poeta, en esa búsqueda de identidad (“soy lo que nombras”) por medio del amor que, alerta en el insomnio, se asiste a la única certeza: “el hábito de amar a las renuncias”; y de que así “siempre vivir te costará la vida”.
Hay en estos versos también un ejercicio de memoria –siempre tan arbitraria–, “tomando a cucharadas / cuanto quiera servirte de tu historia / la memoria”; de distanciamiento (“dícese piel a la envoltura / que aleja de nosotros la certeza de tanto hueso extraño”) para, desde fuera, observarse a uno mismo; o como toma de conciencia del propio acto de escritura: como refugio y estrategia de defensa frente al tiempo devorador; aunque puede que no sea sino un remedio baldío, puesto que tras “empuñar la pluma con descaro”, al final se acabe “dejando el folio en blanco”.
El libro termina con un poema con el mismo título que el libro anterior de Rafael Soler, Maneras de volver. Es, pues, una vuelta al inicio de su reencuentro con la escritura, cierre de un círculo que, en un lugar de hallazgos y reconocimientos, da cuenta de un cumplido viaje: “donde quiera que sea ya has llegado”. Viaje este navegado con la sabia, lúcida e irónica visión con se que plasma una travesía vital, y que en este acertadísimo libro nos ofrece el poeta.
José Luis Nieto Aranda: Rastros perdidos
Nuevo libro de José Luis Nieto Aranda, Rastros perdidos, y magnífico resultado el conseguido en esa indagación en las coincidencias y divergencias entre vida y literatura, a través de una memoria que reconstruye una intimidad doliente y alerta. Arriesgada apuesta plasmada en una poesía de nervio y talento.
Tras ese Introito a modo de declaración de intenciones (“Si el destino de
las palabras / es recluirse en el olvido”... “quedarán los días / en los que
pude y podré /... sentirme pronombre / adjetivo / o verbo”) nos encontramos con
los Tropiezos. Estos pueden
significar tanto las equivocaciones como los encuentros (cuando inesperadamente
nos topamos con algo o con alguien). En esa abulia (“vértice de la rutina”) por
la que deslizamos sin mucho sentido nuestra existencia, visionamos en el fondo
de una copa inundado de sueños perdidos, el tren, la caricia, el paso
inexorable del tiempo... Y, para continuar, para proseguir, siempre habrá que
someter el alma a la transformación, aunque sea el “desguace / de la metamorfosis”.
La monotonía puede inundar nuestro presente, como esos ojos que se pierden el
“el velatorio del firmamento”.
Espacio compartido es una mirada a la pérdida, pero con unos ojos
un tanto escépticos –burlones, si cabe–, pues, aunque esta sección está llena
de ausencias (“rodajas de ausencias”, certera imagen físico–anímica),
distancias (“enlodadas en el barro de la distancia”), desencanto (“de las
tardes ocultas / sólo queda desaliento”), aparece la ironía en esa receta de la
desesperación o en esa proposición de “ser / un amante barato y clandestino”.
Puede que hasta la distancia no existiese, que fuese el puro recuerdo de lo no
vivido, pues siempre se siente más nostalgia de lo no experimentado
precisamente por su condición de posibilidad no cumplida. En un caso, es el
viaje la salvación frente a los escombros; en otro, el lamento el bálsamo del
dolor sufrido por causa de unos “dedos de mimbre”. Paradójico, cuando menos,
ese “espacio compartido” con lo ido o con el reino de lo sólo existente en el
anhelo.
La sección que da título al
libro, Rastros perdidos, vuelve a
ofrecer ciertos momentos de distanciamiento irónico: “la vida es una mujer / de
ojos rasgados / vestida con alma inquieta”, o el poema SMS, (y que repetirá en ese casi final Propósito de enmienda), o
paradójicos: “he vencido: / la derrota es mía”. La dialéctica recuerdo/olvido
–esos dos elementos antagónicos que se necesitan– está también manifiesta. El
tono amargo de la pérdida aflora en La
decepción o Las últimas horas. El
autor, en una declaración de auto ironía, afirma que, “mi repertorio / es
pobre, querencioso y proclive a los reproches.”
Acomete el autor el juego final
de concluir con Dos poemas impares
(si todo poema es de por sí impar, “dos” e “impar” juntos tienen un cierto sabor
a oxímoron). Desde la certidumbre del presente, con la interpretación que desde
la escritura se hace de la realidad, en ese ahora se habitará “una edad para la
calma”. Pero, precisamente, ese ejercicio de escritura, que viene a ser como
“la traducción de las crónicas obscenas de la vida”, es lo último que se puede
hacer para así seguir vivo; la escritura como refugio de vida.
El recorrido de la vida nos deja
una serie de rastros que, aparentemente, permanecen ocultos, como si se
hubieran perdido. Mas la memoria nos hace volver sobre esas huellas y así
reconstruir el mundo, o nuestro territorio, mediante la palabra. La escritura
es el lugar del reencuentro con nuestro pasado, donde, al reconocer ese
pretérito, lo que hemos perdido en el tiempo, levantamos un escenario de sueños
y deseos. Lo perdido, voluntaria o accidentalmente recordado, como motor para
seguir, no sólo como lamento elegiaco. Necesario alimento para insistir en la
búsqueda, proseguir, continuar con la vida, aunque esta no sea sino “un éxodo
en el que caminamos todos”. Porque la semilla del reconocimiento habita en la
nostalgia, y las palabras podrán estar llenas de “semillas vacías”, pero
siempre anhelantes de futuro y vida.
Nuevo libro de Ana García Cejudo,
Hojas del cuaderno negro, tras varios
años sin publicar. Es un poemario dividido en cinco partes que se
interrelacionan y se complementan. Es ese “cuaderno negro” un símbolo de la
derrota, pero también “el lugar donde refugiar unos brazos vacíos durante
tantas noches”. Porque el libro es una búsqueda de lo perdido y lo anhelado,
una síntesis entre el recuerdo y el olvido, entre lo vivido y la ausencia, un
diálogo con uno mismo a través de lo escrito como reflejo –ese espejo tan
presente– de lo sentido, y también de lo escuchado en la voz, presente o
lejana, de los otros. Y una decidida apuesta por explicarse el mundo y a uno
mismo.
La monotonía de la existencia
parece vencernos, lo que nos lleva a cuestionarnos la propia identidad, la
virtualidad de ese que habla consigo –o con los otros– y que no sabe muy bien
si es escrito por ellos. El tiempo pasa implacable, mas un acto rebelde contra
la lejanía puede salvar: “Me apetecen tus brazos. / Medirte tras hacerme a tu
medida”; aunque también “hay cierto / placer / en lo distante”. Desear, sobre
todo, aún a riesgo de destruir lo deseado: “tengo un hambre de mundo / que mata
cuanto toca.” De todos modos, ese deseo de identificación siempre tendrá sus
limitaciones: puede –esa voz poética– hacerse traspasar la carne, pero siempre
habrá un lugar donde está “lo que no puedes verme.” Al final, aceptación:
contra la lejanía ayudan los demás, pero no pueden vencerla.
Aparecerán los fantasmas, esas
figuras borrosas, pretéritas, que surgen del interior del recuerdo, para
constatar nuestra propia soledad: “reconocí a la mujer rota que llena mis
espejos.” Y aunque proclame que “alzo mi sexo en flor”, debe admitir que “lo
seca tu ausencia.” Incluso, a veces, los fantasmas son esos seres que no existen
porque no se les mira. Las puertas son otro de los símbolos de lo posible o
inviable. Se abrirán o no en función de nuestra actitud, ya que tras ellas
precisamente puede encontrarse tanto lo deseado como lo temido.
Queda la escritura. Escribir a pesar
de que “la letra es tan ligera / que apenas sé qué digo”, ni a quiénes se dice,
pues “es fantástico unirse a quienes ya no buscan.” Y la denominada “casa
naranja” aparece como el refugio donde habitar la propia soledad, puesto que,
al final, hay un rechazo del ruido (de los gestos que hay que hacer para
mantenerse en el teatro de los otros); reconociendo que lo que, en realidad, resta
es “demasiado silencio detrás de tantas voces.” En ese aislamiento se conoce
que todos no somos sólo uno: “en la mitad de uno / hay otro uno / poniendo en
desacuerdo / sus mitades.” Asumir que, aparte de poder hablar de lo abandonado
o lo que ya no tenemos, somos silencio. El exterior no es sino un espejismo:
“se puede correr / en varias direcciones / pero ninguna de ellas / se aleja de
uno mismo.” A pesar de todo, ante la rueda de la vida imparable, la poeta,
insatisfecha, luchará por entender lo que no logra entender.
En este libro emprende Paco Caro un viaje tan ficticio como real; mediterráneo en sus nombres, interior en su
urdimbre. Itinerario de ida (“Barna”, Messina, Malta, Creta); de retorno en
zigzag (Beirut, Alejandría, Esmirna); de cierre (Túnez, Oran). Pero la
geografía como marco o escenario, excusa para recorrer los territorios del amor
o la escritura. Externos o íntimos, en
cualquier caso, viajes paralelos y simultáneos.
Toda travesía
debe iniciarse con una ceremonia, aquella en la que se instale la luz en la
noche, haciéndose templo, ya que “en la tiniebla habita la raíz del vuelo”. En
este viaje de iniciación se asiste al combate de los cuerpos (vientres e
ingles), ya que “amar es aceptar el desafío”. Un viaje que exige ser ya en el
acto, que un signo de caliza blanco se mude en sucesivos azules. Y para ser hay
también que saber el secreto, que es amar, y así comprender que “la muerte no
puede/ tener/ razón en todo”. Se trata de conservar memoria de la palabra, para
que queden en “la piel iglesias de lo oscuro”, o se transiten “las baldosas
rosadas de tu pubis”. Quién sino la manzana simbolizará la voracidad instalada
en el deseo del instante.
Aunque todo viaje
iniciado no sea quizá sino vuelta al punto. Por eso se conocerá también que las
sílabas se distancian en la noche; que cuando se cuentan suponen el luto de las
palabras dadoras de vida; que así los versos serán “huesos vacíos”. Y los antes
avatares azules se tornan “grises inagotables”. De esta forma, aproximarse a
los lindes del olvido; ya el templo será una ruina de muros saqueados, porque
al deseo se le “mutilaron los verbos”. Para completar el viaje sólo se necesita
el silencio; para que “sea pura la espera”, la soledad. Por tanto, “no
aceptemos más palabras”. Renuncia; quietud.
Metapoesía
consciente de serlo, recorriendo unas páginas de obvias alusiones. Apelación
constante a esa mujer-palabra, motivo recurrente de esa singladura. La frase se
reduce muchas veces hasta casi la unidad, lo esencial, para asir ganar
significado. Se trata de eliminar ornamento, desnudándose de retórica.
Desmembrar la sintaxis para conseguir ritmos sin deuda con métricas repetidas.
Retorcer el orden, ensayar músicas (aliteraciones), inventar lo necesario
(neologismo), insistir en los paralelismos que refuercen el sentido. Texto
continuo, pero fragmentado, en el que la simbología se basa en referentes
múltiples. Extendido por una piel plural de geografías de deseos, de búsqueda
de nombres, de ese anhelo de identificación de los pronombres, de escritura de
la noche y sus secretos. Viaje circular por la noche, el amor desencontrado,
las palabras y el tiempo.
Juan Pedro Carrasco: El viento detenido
Aborda Juan Pedro Carrasco García en su poemario El viento detenido un tema que no por clásico es inactual: la eterna cuestión del amor y su posibilidad (o contingencia). Por ello, a lo largo de todos los poemas circulan las palabras clave sobre este asunto. La ausencia (“cáliz de ausencia”); la memoria; la ceniza (“noche de ceniza”); el olvido; la distancia (teniendo hasta que gritar que “¡la distancia ha ganado!”. Pero también está habitado el libro de deseo, de anhelo, de todo un ansiado mundo que recorre lo imaginado o ensoñado. Así la voz poética declara que “solamente quiero saber de tu candidez”, aunque sea del “viento ese beso que se desvanece”, y de que, como inventor de lo necesario, “palabra tras palabra / voy creando tu cuerpo”; a pesar de que en el propio sueño lo deseado se convierta en “piel de ceniza”.
El poeta afronta las dificultades, recreando en la escritura ese combate agónico contra la imposibilidad, ya que, aunque la fe esté “desvanecida”, desde las orillas de ese viento señalado necesita aguardar “primaveras entre los silencios”; y, a pesar de verse envuelto en “el paisaje de nuestras tinieblas”, se rebela: “he de incendiar con versos nuestras sombras”. Aunque se intuya una postrera derrota, eso no impide una lucha denodada con el verso para extraerle algunos indicios de salvación, la que habita en sus misterios. Es una labor de exorcismo; enfrentándose lúcidamente al resultado, pues la verdad es “una tormenta desnuda”.
Se articula el poemario en tres partes, aunque haya un poema introducción y otro conclusión, que precisamente es el que da título al libro. Cada parte se inicia con una estrofa clásica -un soneto- pero luego los siguientes poemas se desarrollan sin ajustarse a normas métricas, no por ello alejándose de un acusado sentido del ritmo. Una arriesgada apuesta ésta de que, tras una fe desvanecida y partiendo del silencio -quizá no haya otro punto de partida-, al fin se pueda -aunque no sea más que en el sueño de un viento detenido- “estar contigo”, acercándose así a la eternidad. Cierre del libro que debería entenderse más como una apertura a lo posible que como una conclusión.