Ungaretti compone El dolor
como necesaria respuesta a una tragedia personal: la pérdida de su hijo de
nueve años, Antonietto. Pero, a pesar de que esto ya hubiera sido suficiente
motivo como para escribir el texto, éste no es sólo un dramático lamento o una
elegía sobre ausencias, sino que también le sirve para efectuar una honda
reflexión sobre la existencia, sobre la brutalidad padecida por millones de
seres humanos (en la guerra mundial). Y, sobre todo, para plasmar su necesidad
de trascendencia. Pues la obra es humana en sus sentimientos, pero religiosa en
su más profundo sentido, en su finalidad última.
El poemario esta dividido en seis
partes. En la primera, Todo he perdido, rememora la pérdida de la
infancia, y la de su hermano del que sólo le rodean “los fuegos sin fuego del
pasado”. Está aquí ya recogida la clave central del libro: la pérdida; ya sea
del paraíso inicial o de lo sagrado. La segunda, Día tras día, es un
poema de poemas. De inicio, se hace presente el recuerdo doloroso del hijo,
cuya voz le llama “desde las cumbres inmortales”, y cuyo “rostro feliz” busca
en el cielo, no sin cierto sentimiento de culpa porque “aquella voz del alma/
... no supe defender aquí abajo”. Pero el poeta aún dispone del don de su alma
ilesa, de donde puede brotar la razón de un nuevo vivir, pues aparecen
elementos salvadores procedentes de la naturaleza (el buen tiempo, un poco de
sol), y la voz que le dice “soy para ti la aurora y el día intacto”. La
naturaleza vuelve a ser expresión de júbilo, y una alegría puede surgir de las
raíces del dolor.
Vuelve la memoria dolorosa, el
“amargo acorde”, en la tercera parte, El tiempo es mudo. Porque “la
muerte es incolora e insensible”, y ya “lo rozaba con sus dientes impúdicos”.
Aparece la admonición fúnebre: “despertaste entre las algas/ fabulosas
tortugas”, anticipando que era demasiado humano para el “salvaje... rugido de
un sol desnudo”. En Al encuentro de un pino se dirige a un pino invicto,
huésped de la memoria. Se puede rescatar el equilibrio interior y el fervor gozoso
por medio de los símbolos. Así “cuando el crepúsculo hirió/ la ebria espuma de
las olas... /volví a hallarme en la Patria”. (Ésta alegoriza el anhelo de la
pérdida originaria).
Roma ocupada es la quinta
parte, y la más extensa. Si la inicia con un tono desolado “en las venas, ya
casi vacías tumbas... “, invocará de nuevo al hijo: “que tu rosada y súbita
señal/ ... resurja/ y vuelva a sorprenderme” para que pueda “silabear otra vez
las palabras ingenuas”. A pesar de los difuntos sobre las montañas -evocación
de un tiempo de ignominia y horror-, el encuentro con la crucifixión de
Masaccio le hace entrever por qué aún le alienta la esperanza. Si un gemido de
corderos se propaga (imagen del dolor), es porque el tormento se desata entre
“hermanos que se odian a muerte”. Y es que para el hombre se abre el infierno
al alejarse de la pureza de la pasión de Cristo; que se inmola “perennemente
para reconstruir/ humanamente al hombre”. La reflexión le conduce a la piedad
cristiana. Si los hombres son iguales e
“hijos de un solo y eterno Soplo”, qué ¿Ocurrirá? La Patria cansada de
las almas, ¿volverá a refulgir? ¿Renacerán esperanza, flor, canto? “¿Ocurrirá ahora que la ceniza prevalezca?”
En la sexta y última parte, Los
recuerdos, propone una figura “el ángel del pobre”. Es el símbolo de la
nobleza del alma, último refugio de ser asediado. Y solicita, ruega, “Dejad de
matar a los muertos/ no gritéis más...”. El mar es el símbolo de la inmensidad
libre; todo se borra y se diluye en infinitud marina, mas también “las dulces
huellas”, los recuerdos que son “ecos sin voz de los adioses”. He aquí el
naufragio permanente del ser Otra imagen más es la tierra: “tierra eres aún de
las cenizas/ de infatigables inventores”; y podrá seguir arreciando el viento,
pero “... silencioso/ el grito de los muertos es más fuerte”.
El poeta a lo largo de sus versos
reflexiona sobre los límites del dolor, realiza una anatomía detallada de los
diferentes registros del mismo. Pero, la palabra poética, que ha de
desarrollarse en un mundo del que han sido abolidos la plenitud y el goce,
busca un desnudo mensaje de amor. No hay desesperación, ni abandono, a pesar
del dolor (personal y general), a pesar de la referencia constante a los
muertos. Sí una secreta rebeldía que pugna por manifestarse, para hacer una
propuesta salvadora a través de un sentimiento amoroso en comunión con la
piedad, y trascendido en una búsqueda interior, del alma. Así la memoria
poética, sacude la conciencia, desahoga del dolor y recupera los símbolos
originarios (entre los que está esa Patria alegórica).
No es una obra complicada
formalmente; mas, fruto de una decantación meditada -la escribe en un largo
periodo de años- y de un proceso reflexivo, basa su dificultad en ese contenido
donde emociones y conceptos se hermanan. Y, estos últimos, en ocasiones, se
acumulan. No hay experimentación, atrevimientos compositivos, pero sí suma de
ideas para expresar unos sentimientos y unas percepciones. De ahí deriva su
complejidad: se ha de descifrar el sentido último. Los poemas no son extensos
pero sí intensos. A veces, la brevedad del verso, ofrece una sensación casi
impresionista; pero, por lo general, el tono es meditativo, consecuencia de una
introspección que sólo elimina del sentimiento lo accesorio, el adorno
llamativo, para centrase en lo esencial. Rico en imágenes y en símbolos,
metaforiza un camino o búsqueda de un espacio interior, donde habita lo
permanente y sagrado.
© Copyright Rafael González Serrano
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