La Elegía VII presenta al hombre
como próximo al ángel La actividad
poética salva las cosas: “voz emancipada / sea la naturaleza de tu grito”. El
canto del poeta, “la solicitación”, está dirigido, en principio, a cualquiera. La
primavera es la época de iniciar este canto, pues en ella no hay lugar que no
pueda ser glorificado (“un día puro que afirma”). Y, a partir de entonces, las
mañanas, los días, los caminos, el fervor… del verano llevan a la “noche”. Y en
ella, las estrellas “estar muerto un día y saberlas infinitamente, a todas”. La
amante o el niño, que poseen una relación con las cosas distinta a la del
adulto, son signos de la interiorización en la noche. No así el vecino, que
representa lo mundano, lo que “queremos que se vea, /… cuando en realidad la
más visible dicha sólo / se nos da a conocer cuando la transformamos por
dentro”. Critica la técnica: “Donde una vez hubo una casa estable / se propone
un producto del pensamiento. Pero donde “aún una cosa resiste… se ofrece ya a
lo invisible”. Insta a contemplar las cosas del pasado de forma reverencial,
mundo que “Ángel, / a ti te lo muestro aún”, deseando que en “tu mirar / esté
salvado al fin”. El poeta solicita al Ángel, aunque, con su mano abierta, “como
defensa y aviso” (a pesar de que le pide que salve las cosas, tema su llegada
destructora).
Se plasma en la Elegía VIII una
meditación melancólica sobre el ser humano y diversos animales.”Lo que hay
fuera lo sabemos por el semblante / del animal solamente, porque al temprano
niño / ya le damos la vuelta y le obligamos a que mire / hacia atrás”: Tanto el
animal como el niño están libres de la muerte. “A ella sólo nosotros la
vemos”El hombre no tiene ante sí “el espacio puro”. Es ante la muerte cuando el
moribundo “mira fijamente hacia fuera” e interioriza la vida que recuerda:
“Vueltos siempre a la creación, vemos /
sólo sobre ella el reflejo de lo libre, / oscurecido por nosotros” Allí donde
nosotros vemos futuro, es decir, destino, el animal ve el Todo. Distingue Rilke
entre varios animales: vivíparos, insectos y aves. El murciélago, como híbrido,
es el que más se acercaría al ángel (“la huella / del murciélago raja la
porcelana de la tarde”). El hombre es un espectador, nunca está fuera, en lo
Abierto. El hombre está “en la actitud / de uno que se marcha”; siempre
atravesando sucesivos estadios, y siempre “despidiéndonos”, sin vuelta atrás.
El tema de la Elegía IX es el
quehacer poético. Lo de aquí, lo de la vida, nos concierne a nosotros, “los más
efímeros”. Insiste en que nada vuelve; ese “haber sido una vez” no es
revocable. Pero a la muerte el hombre no se puede llevar lo que ha hecho en el
mundo, ni el mirar, ni lo aprendido; sólo puede llevarse los dolores, la
pesadumbre, es decir, “lo inefable sólo”, lo que puede transformar. Porque
estamos aquí para “decir” palabras que nombran, “como ni las mismas cosas nunca
/ en su intimidad pensaron ser”. La Tierra sirve para la interiorización de las
cosas; pero aquí, en la vida, “es el tiempo de lo decible”. Entre los
“martillos” (lo externo), es nuestro corazón el que “celebra”. El hombre debe
mostrarle al ángel lo sencillo, decirle esas cosas que “viven del marcharse”,
para que así “las transformemos del todo en el corazón invisible”. De este
modo, lo invisible surgirá en nosotros, la Tierra se transformará en una unidad
interior, y así una “Existencia rebosante / surge en mi corazón”.
La Elegía X, la última, es de
carácter épico, y narra un viaje al reino de la muerte (simbolizado en ese
Valle de los Muertos egipcio). En realidad, es un viaje a la fuente de la
alegría, ya que, al afrontar la muerte, el hombre, el poeta, se halla ante el
umbral del mundo de lo invisible. Nuestros dolores son “lugar, asentamiento,
lecho, suelo, residencia”. Ante el falso dolor hecho de ruido y no de silencio,
el ángel pisotearía “el mercado de consuelos”. En esa falsa Ciudad del Dolor
todas las imágenes engañan, como en una feria. A ir más allá de la ciudad de lo
espurio se siente impelido el muchacho, acompañado de una queja joven que lleva
“perlas del dolor y los finos / velos de la paciencia. Al llegar al valle
[Valle de los Muertos], una queja vieja se hace cargo del muchacho, y le dice:
”encontrarás de vez en cuando un trozo de protodolor afilado”, que es el dolor
verdadero. Y “le muestra los grandes / árboles de lágrimas y los campos de la
melancolía en flor” que serían los auténticos consuelos. Le lleva ante la
“esfinge sublime” (del valle de Gizeh). La contempla el muchacho “en el vértigo
de la muerte temprana” (aquí sabemos que está realmente muerto). La queja le
nombra las estrellas: el Jinete, la Cuna, el Camino, la Ventana…”Pero el muerto
tiene que seguir, y en silencio le lleva la queja / más vieja hasta el
barranco, / donde brilla la Luna: / la fuente de la alegría”. Esta es la meta
de su viaje. Él irá subiendo “a los montes del protodolor”; y, en esta
ascensión, “los muertos despertarán en nosotros un símbolo”. Y nosotros
“sentiríamos la emoción / que casi nos abruma / cuando cae algo feliz”.
Entonces es cuando se funden la vida y la muerte en el territorio de lo
invisible, cuando se alcanza la interiorización de toda la realidad.
Una figura preside y fundamente
en gran medida estos poemas, el ángel. Más para Rilke el ángel no es un
mediador entre Dios y los hombres, como en la teología cristiana (o semita).
Tampoco un ser que proteja a los humanos. Es, en palabras del poeta, “aquel ser
en el que la transformación de lo visible en invisible que nosotros llevamos a
cabo aparece como realizada ya de un modo real”. El ángel de las Elegías no
tiene que ver con la tradición religiosa bíblica, sino con una especie de
símbolo de la totalidad: no distingue entre el reino de los vivos y de los
muertos, estando presente en su seno la totalidad de las obras del hombre,
tanto las del pasado como las del futuro. Acoge, pues, en su seno la totalidad
de la vida, de la historia y de la cultura, y en él sucede todo, “belleza y
horror”.
Se lee ya en la primera elegía:
“Sí, es verdad, las primaveras te necesitaban. Te pedían, por encima de sus
fuerzas, / algunas estrellas que las percibieras…” La obra se constituye como
una propuesta total, como una misión (“Todo esto era misión”). Lo que
estructura estas elegías es esa misión, y los diversos estadios que va
atravesando el hombre a lo largo de esa peripecia vital para llevarla a cabo es
la esencia de las Elegías. Quiere el libro vehicular la aventura de la
interiorización de la realidad, puesto que ese es su fundamento. Para Rilke, se
debe intentar acceder al estado de lo invisible, de lo inefable, donde la
totalidad reine al presentarse simultáneas todas las cosas y todas las épocas,
lo que el hombre ha sido y será en comunión con lo natural.
Otro de los elementos que contribuyen
a la consecución de ese objetivo es el amor intransitivo, que no es aquel que
sienten entre sí los amantes (recíproco o transitivo), sino el que posibilita
ir más allá de uno mismo, impulsado por lo que el otro le da. El amor
verdadero, según Rilke, debe hacer de la persona amada sólo un pretexto, un
punto de apoyo para el enriquecimiento personal. Enlazando con el símbolo
angélico, aquel sería la consagración del “amor intransitivo”, en el que el
amor queda absorbido “en el torbellino del regreso a sí mismo”.
Las Elegías de Duino son, pues,
la articulación del itinerario que llevaría al hombre de la lamentación al
júbilo, de la ajenidad del ángel hasta su proximidad, desde los quehaceres
diarios a la contemplación y celebración de la totalidad de la vida y el mundo,
desde el temor a la muerte a la indistinción entre vida y muerte como
constitutivos de un continuo. Rilke postula abandonar el estado de engaño en
que uno se encuentra (lo cotidiano), para acceder a una realidad auténtica que
sería la que el hombre forjaría en su labor de interiorización. Las cosas que
vemos en el estado externo se transforman en el interior para obtener una
interrelación entre ellas, formando ese continuo de una corriente universal,
donde todo formase parte del Todo, y la simultaneidad aboliese el tiempo.
© Copyright Rafael González Serrano
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