En este año se ha cumplido el
cincuenta y cinco aniversario de la publicación de Aullido, el poema emblemático de Allen Ginsberg. Es de sobra
conocido el escándalo que supuso su publicación, en 1956, en el sello editorial
de Lawrence Ferlinghetti, City Lights Books: secuestro de la edición, juicio en
San Francisco, campañas de denuncias en los medios conservadores. También lo
que ha contado Bruce Cook acerca de la gestación del poema bajo la influencia
de las drogas: peyote, anfetaminas, dexedrina. Absuelto de las acusaciones de
obscenidad, el poema de Ginsberg se convertiría en la bandera poética de la
nueva generación surgida en los años cincuenta, la beat; del mismo modo que en
la narrativa lo sería el no menos mítico On
the road de Jack Kerouak.
El extenso poema está dividido en
tres partes. La primera –que comienza con los conocidísimos versos citados
infinidad de veces: “He visto los mejores cerebros de mi generación destruidos
por la locura, famélicos, histéricos, desnudos, / arrastrándose de madrugada
por las calles de los negros en busca de un colérico picotazo...” – es una
larguísima cita de todos aquellos compañeros de generación, jóvenes enfrentados
a su tiempo, en donde se testimonia y reflexiona a la par sobre las
experiencias de esa generación frustrada por la carencia de libertad. Desfilan
los que “fueron expulsados de las academias”, los “que devoraron fuego en
hoteluchos”, los “que se desvanecían en la nada”, los “que vagaban sin tino a media noche”, los
“que copulaban extáticos e insaciados”, los “que se cortaron sin éxito las
muñecas”, los “que saltaron desde el puente de Brooklyn”, los “que se lanzaban
a tumba abierta por las autopistas”, y así hasta casi agotar la nómina de
locos, marginados. perdedores, renegados, rebeldes. Todo un homenaje a una
serie de personajes anónimos a los que
sentía semejantes.
Entre los diversos temas
tratados, la referencia a la locura es explicita –tenía muy presente la
psicosis de su madre–. También la experiencia del ingreso en un centro
psiquiátrico donde permaneció ocho meses, y en donde conoció a un escritor
dadaísta que sería el que le inspirase su poema Aullido, y al que dedicó precisamente esa composición de rabia y
desarraigo: “y recibieron a cambio el concreto vacío de la insulina el metrasol
la electricidad la hidroterapia la psicoterapía la terapia ocupacional...”, “...y
cerrada la última puerta a las 4
a .m. y estrellado el último teléfono a modo de
respuesta...” También hay referencias religiosas –hay que recordar que era de
familia judía–, como cuando identifica el sufrimiento por el desnudo cerebro de
América con la exclamación de Cristo al expirar: “eli eli lamma sabacthani.”
La segunda parte es una
demoledora crítica a la sociedad inhumana derivada del capitalismo. La imagen
del dios púnico Moloch, a quien se ofrecen sacrificios cruentos, simboliza ese
mundo de opresión y barbarie. La gigantesca ciudad donde toda ignominia tiene su
sitio, es el marco idóneo donde se inmolan los desamparados. La imprecación se
reitera una y otra vez: “¡Moloch cuyos rascacielos se yerguen en las largas
avenidas como inacabables Jehovahs!” “¡Moloch cuyas fábricas sueñan y croan en
la niebla!...” “¡Moloch! ¡Robótico apartamento! ¡suburbios invisibles!
¡tesorerías esqueléticas! ¡capitales ciegos! ¡demoniacas industrias! ¡naciones
espectrales! ¡manicomios invencibles! ¡penes de granito! ¡bombas monstruosas!”
La tercera parte es un monólogo
en forma de letanía –se repite insistente el “Estoy contigo en Rockland”–
dedicado a Carl Solomon (en realidad, todo el poema está dirigido a él), con
quien convivió en su internamiento psiquiátrico, y que fue el que le inspiró la
composición: fue el paradigma de una rebeldía subversiva asumida como locura. Adquiere
un tono más biográfico al ir repasando vivencias que podía ser comunes o de
identificación: así está en ese Rockland, “donde tú estás más loco que yo”,
“donde debes sentirte muy extraño”, “donde imitas la sombra de mi madre”
(referencia de nuevo a la locura)… “donde cincuenta shocks más no devolverán a
tu cuerpo su alma en peregrinaje a una cruz en el vacío”; en fin, “en mis
sueños tú caminas chorreando de un viaje por mar sobre la autopista que
atraviesa América anegado en lágrimas…”
Los versos del poema son muy
extensos, al modo de los largos versículos de Whitman, listos para ser
recitados (o cantados o gemidos, como él hacía en sus recitales); el ritmo de
la enumeración es trepidante; los conceptos aparecen como cataratas sucediéndose
en las frases (incluso armonizando contrarios); la estructura va
desarrollándose sobre sí misma mediante el mecanismo del contrapunto, surgido
del aliento íntimo que inspira la sucesión torrencial de esos versos. La
técnica contrapuntística la conocía de la lectura incansable de Pound (uno de
sus maestros, y por quien luchó para que fuera liberado de su reclusión
psiquiátrica). El afán por crear una lengua viva, que expresase espontáneamente
la experiencia, se debe al influjo de otro de sus guías, William Carlos
Williams.
Ginsberg quiere llevar a los
versos de su obra los pensamientos y los sentimientos y plasmarlos en sonidos.
El sentido final del texto se alcanza cuando se combina las tres partes que se
interrelacionan y se necesitan. El poema suponía una profunda catarsis, como si
el autor hubiera viajado a los
infiernos. Alzó una voz distinta que conmovió la conciencia de sus
contemporáneos al denunciar una vida adocenada, al pasar revista a las
injusticias de la sociedad norteamericana, al reivindicar a las víctimas que se
apartaban de las consignas proclamadas. Y si en su vehemencia e irascibilidad
comete excesos verbales (prolijas enumeraciones, voces soeces: “puta”, “verga”,
“mamar”), no es menos cierto que, como apuntó Williams, “este poeta ve con toda
lucidez los horrores… no elude nada sino que lo apura hasta las heces.”
© Copyright Rafael González Serrano
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