Templo de las máscaras, Tikal
Sorprender los destellos en la oscuridad a través de las palabras, los sonidos y los silencios. (Blog que continúa la labor del anterior De turbio en claro)
lunes, 14 de octubre de 2019
miércoles, 25 de septiembre de 2019
lunes, 10 de junio de 2019
Edmond Jabès: El umbral La arena (y 2)
Y si el
desarraigo, la nada, el vacío, son la contraposición a los momentos vitalistas
de la pasión erótica, también el humor es un arma que utiliza para combatir esas
angustias existenciales, y del que el mismo declara: “el humor es la poesía, lo
cómico es prosa”, atestiguando así que habita en lo más hondo de la labor
poética, constituyéndola. Esa vena humorística –desde la agudeza a la
mordacidad– se encuentra sobre todo en sus libros compuestos por aforismos,
sentencias o apotegmas (y un tanto metaliterarios). Así en Las palabras trazan (1943-1951) escribe: “Por encima de la lluvia
el sol se muere de sed”; o “una amistad tal vez no sea más que un intercambio
de léxico.” Y entre la ironía y la
búsqueda del sentido de la creación literaria, están párrafos como: “La letra
gasta a la palabra que gasta a la frase
que gasta al libro que gasta al escritor que se arruina” (en De lo blanco de las palabras y de lo negro
de los signos 1953-56).
No es menor el
espacio que en sus obras le dedica al lenguaje, su significancia y función, y a
la escritura, en tanto que acto salvador, práctica que puede rescatarnos tanto
de las crueldades que la existencia impone en el acontecer cotidiano como de la
angustia consustancial con el ser humano, sometido a ese tránsito –una vez más,
el viaje– entre la vida y la muerte. La poesía se origina en la noche –de ahí
que “hacer visible la palabra” sea “ennegrecerla” para que así se identifique
con su procedencia–; al borde mismo de la frontera entre lo mudo y lo
explícito. Y la estrecha relación entre la vida y la escritura se manifiesta en
tanto que “hay seres que, durante toda su vida, han seguido siendo la mancha de
tinta al final de una frase inacabada” (de la sección Puertas de socorro, dentro del libro Las palabras trazan). Aunque también quiere recordarnos que lo
dicho es contingente frente al lenguaje que, aunque nos constituya, también
continúa más allá de nosotros, es independiente de nuestra azarosa presencia:
“Nada más compuesta, la frase muere. Las palabras le sobreviven.” Quizá la
única posibilidad de subsistencia sea esa infinita posibilidad que nos ofrece
la palabra poética, puesto que “cuando los hombres estén de acuerdo sobre el
sentido de cada palabra, la poesía no tendrá ya razón de ser” (también del
apartado Puertas de socorro).
En su libro De lo blanco de las palabras y de lo negro
de los signos incide nuevamente en el lenguaje y su naturaleza, así como en
su conflictividad con el pensamiento, y expone cómo la palabra alberga la
propia creación de la realidad y del tiempo. De tal forma que: “La palabra es
la enemiga de la idea. La idea es el pecado original” (de la sección Las palabras extranjeras). O: “La letra
desata a la palabra que desata a la imagen que desata al día” (del bloque Las ramas y la vela).
Sus poemas son
en ocasiones breves –como dichos o adagios, a veces axiomáticos–, en otras,
extensos, sinuosos, incluso torrenciales. La repetición anafórica encabeza
estrofas de variados poemas, recordando una letanía que se basase en
tradiciones religiosa judaicas. En La voz
de tinta, de 1949, en el extenso poema El
albergue del sueño, reproduce insistente los versos: “Con mis puñales /
robados al ángel / construyo mi morada”,
reiteración con tintes surrealistas, al igual que en múltiples versos de
este poemario (“monjes y escarabajos se cuelgan / al huidizo cuello de las
espadas”).
Las imágenes con
asociaciones inéditas, los sintagmas ilógicos, las figuras de cariz onírico,
alternan en su producción con otros versos más claros y precisos,
transparentes, recurriendo entonces a estribillos, paralelismos o rimas
sencillas. En ese proyecto de fusión entre
la poesía y el mundo que habita la obra jabesiana, hay lugar para el
encadenamiento de metáforas, las analogías telúricas o cósmicas, la generosa abundancia
–incluso desbordante– de tropos, o para la concentración de sentido, lo
mínimamente sustantivo del lenguaje, lo esencial que mora en la brevedad.
La segunda parte
del volumen –bastante más breve–, La
arena, recoge los poemas escritos entre 1974 y 1988. Como ya se ha
comentado, el desierto y, es natural, su elemento constitutivo, la arena (“toda
la memoria del mundo / está en un grano de arena”), son elementos recurrentes
en la obra jabèsiana. En esta sección, el espacio en blanco, la escasa
presencia de la palabra, la síntesis, dibujan un paisaje casi desértico en el
que el signo constituye el último refugio ante la invasión de un silencio que
hace replegarse a la palabra a sus espacios más íntimos, incluso a los márgenes
de las páginas, donde confundirse con la ausencia de voz. El adelgazamiento de
la voz implica una búsqueda de las fronteras, justo al borde de un abismo ante
el que no existe retorno (“el universo recorre la mano, desemboca en / el
abismo”), porque todo se apaga, se agota: “Todas las luces fueron luces de / polvo//… todas convertidas en polvo de
luz” –poema XIII de La memoria y la mano (1974-1980).
Frente a la
nada, la mano es un símbolo que para Jabès encarna el todo, desde acariciar a
matar, desde escribir a apresar; por eso la mano es la imagen de ese todo al
que aspiraba y el signo último donde refugiarse en esa búsqueda en la
inmensidad desértica del lenguaje y el silencio. Ya que la mano es la que trata
de encontrar los caminos en el blanco de la página –sinónimo del desierto–, con
el gesto de dibujar unos trazos que visibilicen el sentido oculto bajo la
ausencia de forma. Si bien que esas manos –o su prolongación, los brazos– son
también el instrumento para alcanzar nuestro ineluctable acabamiento: “”Sólo
disponemos de nuestros brazos / para alcanzar la muerte, a nado” (del poema Siempre esta imagen).
En los poemas de
esta segunda parte, es recurrente la presencia de la mano, de la arena, del
desierto y del vacío. Con la mano nos aferramos a una posible salvación, pero
también ello es factible al desasirnos. “Abre toda tu mano. / Esta apertura es
la salvación” –fragmento VII de Mano
suave para la propia herida, del libro La
sangre no lava la sangre (1976). Y en El
agua vuelve a reconocer cuál es el territorio propio –“El desierto fue mi
tierra. / El desierto es mi viaje, / mi errar”–; afirmando más adelante a lo
que en realidad nos enfrentamos: “El vacío, el vacío siempre de este lado.” El
poeta concluye en La llamada acerca
de su propia identidad y su condición contingente, así como de la carencia de
una respuesta clarificadora: “Busca mi nombre en las antologías. / Lo
encontrarás y no lo encontrarás./ Busca mi nombre en los diccionarios. / Lo
encontrarás y no lo encontrarás /… / ¿He tenido alguna vez un nombre? /
También, cuando muera, no busques / mi nombre en los cementerios. /… / Y deja
de atormentar, hoy, a quien / no puede responder a la llamada.”
© Copyright Rafael González Serrano
© Copyright Rafael González Serrano
jueves, 30 de mayo de 2019
Edmond Jabès: El umbral La arena (1)
Del mismo modo
que otros autores como Jules Supervielle, Marguerite Duras, Albert Camus o
Michel Houellebecq, Edmond Jabès es un escritor francés nacido fuera de
Francia; aunque su lengua originaria es el francés, a diferencia de otros
autores provenientes de diferentes lugares que escogerán ese idioma como lengua
de creación literaria (como Ionesco, Cioran o la segunda etapa de Beckett, por
ejemplo). Nació en El Cairo en 1912 en el seno de una familia judía francófona.
Su ingente obra, fundamentalmente en prosa, se reúne en los volúmenes que
constituyen el ciclo de El libro de las
preguntas (1963-1973), a los que siguieron las entregas de El libro de las semejanzas (1976-1980),
y El libro de los márgenes, ente
otros libros. Fallecerá en París en 1991.
En El umbral La arena (1943-1988) se reúne todas sus publicaciones poéticas, desde el primer título Construyo mi morada de 1957, donde ya se agrupa toda su obra entre 1943 y 1957, hasta La llamada de 1988 (aunque no se pueda considerar cada parte como un libro –las hay muy breves– sino más bien como una sección de un todo). Es pues este vasto volumen –setecientas páginas en la meritoria edición bilingüe del desaparecido sello Ellago Ediciones– una recopilación de toda su producción poética.
En El umbral La arena (1943-1988) se reúne todas sus publicaciones poéticas, desde el primer título Construyo mi morada de 1957, donde ya se agrupa toda su obra entre 1943 y 1957, hasta La llamada de 1988 (aunque no se pueda considerar cada parte como un libro –las hay muy breves– sino más bien como una sección de un todo). Es pues este vasto volumen –setecientas páginas en la meritoria edición bilingüe del desaparecido sello Ellago Ediciones– una recopilación de toda su producción poética.
Siendo como es imposible
analizar pormenorizadamente tan extenso volumen, nos centraremos en algunos de
los temas mostrados recurrentemente a lo largo de algunas secciones de estas
Obras completas. En la parte cuyo título general es El umbral, se incluyen las composiciones escritas entre 1943 y 1957
(viene a ser una reorganización definitiva de la primera compilación Construyo mi morada).
El libro (la
escritura, la palabra, la mano que escribe) y el desierto (la arena, la
errancia, la condición extranjera), serán dos de sus principales obsesiones;
son las metáforas de un territorio vacío –las páginas no escritas aún, las
arenas sin cruzar– que sólo puede llenar la palabra poética o el viaje; que la
pisada atravesará o la mano desvelará en la frontera entre lo dicho y lo no expresado.
Y a la cuestión de dónde proviene el impulso que posibilita esa tarea –el
camino, la redacción–, responde Jabès: “Sabemos que somos nosotros quienes
fabricamos nuestros recuerdos, pero hay una memoria más antigua que los
recuerdos… Memoria de todos los tiempos que dormita en nosotros y está en el
corazón de la creación.”
Y a cómo se
realiza el paso desde el silencio, o el vacío –que están en el origen de todo,
y quizá en el fin– a lo escrito, responde Jabès que mediante la escucha: “un
temblor de la escritura lo revela a veces; ese temblor está provocado por la
escucha”; la escucha del interior, o del universo. Porque el universo se halla
presente en su escritura mediante una serie de vínculos entre lo telúrico, lo
temporal, lo lírico: “Mis días son días de raíces, / son yugo de amor celebrado
//…// La tierra flota en / vanas visiones de viaje”, poema II de La ausencia de lugar (1956). Y lo
onírico y lo natural se enlazan en los contrapuntos existentes entre las
diversas voces –a las que también se suma ‘El eco’–que aparecen en el poema Las llaves de la ciudad (“tus guantes de
piel de océano / tus zapatos azules de sueño”).
Un elemento
esencial de su poesía es el conflicto proveniente de su condición de extranjero
y, por tanto, desgajado de sus orígenes. Y de ahí la ajenidad en relación con
el mundo que le rodea, y la errante condición que le lleva a tener el viaje y
el camino como referentes fundamentales. El poeta yerra, recorre espacios
(símbolos una vez más del vacío genésico), ya sea por tierra o por mar; y en la
tierra está presente el desierto (arena, dunas), y en el mar la inmensidad del
agua. Ese vagabundeo no deja de ser un éxodo permanente; de ahí que carezca de
un lugar propio, de ahí “la ausencia de lugar”. ‘La voz extranjera’ toma presencia
en varias composiciones, y en el poema El
extranjero afirma: “El extranjero tiene dificultades para que le entiendan
/ Le reprochan gestos y lengua / Y por su paciente cortesía / cosecha insultos
y amenazas” (recogido en La corteza del
mundo, 1953-1954). O en El peregrino:
“La tierra aprendida es una prisión / Los barrotes son los caminos contados”
(de El centro de la sombra, 1955).
El sufrimiento,
la violencia, la muerte, también transitan su obra. Así ocurre en Canciones para el almuerzo del ogro, poemas
escritos entre 1943 y 1945; composiciones en las que parece inspirarse en los
padecimientos sufridos por los judíos en la Shoah. “La tierra ignora a la
tierra / y el corredor agotado // se derrumba al borde del cielo” (Canción de de la serpiente con lunares);
y una vez más el motivo del forastero: “Con las piedras, un mundo se
reconcome / por ser, como yo, de ninguna
parte” (Canción del extranjero); y
abiertamente el acabamiento: “Mis dientes buscan una boca menos vacía / en la
tierra o en el agua, / en el fuego. / El mundo es rojo. //…// Los jinetes de la
muerte me llevan. / He nacido para amarles” (Canción del último niño judío).
En
contraposición a lo anterior, el amor, la emoción, el anhelo hacia esa mujer, a
la que celebra (“Hermosa… / de pies de sed por el agua calzados / Desmelenada
nunca más desnuda...”), así mismo configuran su obra. En varias composiciones
se dirige a esa mujer –a la que percibe en ocasiones con el cabello libremente
suelto– como una instancia salvadora frente a la desolación de la nada. “Basta
que un seno ruede en un pozo para que todas las aguas sean femeninas” (de los
poemas en prosa de Tres chicas de mi
barrio 1946-1947). En La sed del mar,
poema contenido en La voz de tinta (1949),
se dirige a un tú mujer, con todos sus atributos, sus identidades, sus
referentes, a quien expresa su deseo de que llegue a él: “el polvo levantado
del viento / aullando tu nombre / mi nombre”; y además, en esta ocasión, usando
un lenguaje claro y sencillo.
Con la anáfora
como recurso repetido, con el referente iterativo en la naturaleza, con el
apóstrofe apasionado hacia la mujer, construye alguno de sus poemas amorosos
más intensos, como ocurre en el extenso poema El fondo del agua de 1946. “Hablo de ti /…/ Hablo de ti / Una
multitud responde /…/ Y sin embargo / el silencio mata como la muerte.” Y
avanzando insiste: “Nada / sino la atracción del día sobre una sombra encerrada
/…/ Nada / sino la caída del fuego / sobre una semilla de cristal.” Para
concluir gozoso y contundente: “Hablo / para el viento en el mar /…/ para la
sal en las raíces /…/ para que dure el gesto /…/ Sólo / para clavarte viva / a
mi lado.”
© Copyright Rafael González Serrano
martes, 12 de marzo de 2019
Gilgamesh
Entre los días 8
de febrero y 3 de marzo se ha representado en la sala Jardiel Poncela del
Centro Cultural de la Villa (Madrid) la obra Gilgamesh, basada en el Poema de Gilgamesh, considerado como la
primera de las epopeyas literarias de la civilización. Su protagonista era el
rey sumerio histórico-legendario Gilgamesh, que pudo reinar en la ciudad de
Uruk en torno al 2750 a C.
La obra, basada
en un disperso material épico sumerio, fue fijada ya en época acadia o
paleobabilónica como tal epopeya en un largo poema de doce cantos recogidos en otras
tantas tablillas. Nos han llegado también versiones asirias posteriores de las
que incluso se conoce el nombre de sus
compiladores o adaptadores. Los poemas sumerios originarios recogen dos
ciclos poéticos, el de Enkidu (personaje fabulado) y el de Gilgamesh (personaje
legendario pero de historicidad fundada).
En el poema se
reflejan temas intemporales y de carácter universal como pueden ser la
aventura, la guerra, la religión, la amistad, el dolor, el miedo, la vida y la
muerte, la fama y la gloria, la relación del hombre con la naturaleza, la
búsqueda de la inmortalidad, la resignación ante el destino del hombre. El
poema en su proceso de fijación pasa por diversas etapas. Desde la primitiva
sumeria, donde el tono mágico y religioso se haya presente; la posterior
paleobabilónica, en la que se abordan los más altos asuntos –búsqueda de la
vida eterna– desde intereses plenamente humanos; hasta la versión asiria, más
centrada en cuestiones que afectan al hombre, ya sean tanto de índole cotidiana
o moral como trascendente.
La acción –aparte
de en los espacios externos donde se llevan
a cabo las aventuras, como el Bosque de los Cedros, donde se combate y
vence a Humbaba– se centra en la ciudad de Uruk (en la que –salvo futuros
descubrimientos arqueológicos que lo refuten– se origina la primera escritura, la
cuneiforme). Ha de destacarse también el viaje al país de Dilmun, a la búsqueda
de la inmortalidad, y la visita que Gilgamesh hace al Mundo Inferior en las
tablillas X y XI, ello no siglos sino milenios antes de que Dante paseara de la
mano de Virgilio por el Infierno.
Existen diversos
planos: el divino, con toda la cohorte
de dioses: Anu, Enlil, Ea, Inanna, Nergal, Ninsun (la madre divina de
Gilgamesh), los anunnaki; el heroico-mítico con Gilgamesh, Enkidu, Utnapishtim
(el Ziusudra sumerio), Humbaba, el Toro Celeste; o el humano, con la hieródula (prostituta
sagrada que inicia a Enkidu en el amor), o algunas vagas referencias a personajes populares. Los ámbitos eidéticos se articulan en torno a lo
civilizatorio (Gilgamesh), lo natural (Enkidu), y los condicionantes humanos. Las
fases del poema siguen las secuencias: tiranía del déspota; civilización de lo
salvaje mediante el amor humano; la amistad y su valoración; el espíritu de
aventura; el desafío a los dioses, combatiendo –y dando muerte– a sus criaturas;
la muerte como castigo; la búsqueda de la inmortalidad y su imposibilidad; la
resignación ante el destino.
Ciertamente en
la puesta en escena se pierden ideas, concepciones o matices de un texto tan
complejo como el original, si bien se debe reconocer que la representación
dramática del poema sigue bastante fidedignamente el desarrollo del mismo. Y puede
que no sea esencial entrar en consideraciones del tipo de si se debería
haber depurado la versión escénica a fin de homogeneizar la
terminología usada, dada la profusión de nombres sumerios empleados: Anu, Enlil, etc.; y así, en lugar de mencionar al acadio Shamash (dios
del sol) nombrar al sumerio Utu; o en
vez de la constante presencia de la diosa asirio-babilónica Isthar, citar a su
predecesora, la sumeria Inanna; (las alusiones al akitu, festividad del año nuevo, tienen sus referentes tanto en la
época sumeria como en la celebración en honor del dios babilónico Marduk).
Mas si la
temática sigue en buena medida la contenida en el original en esta
escenificación, es evidente que algún asunto se desliza de una manera un tanto
espuria. Resulta bastante inverosímil que en un texto del tercer milenio antes
de Cristo –al menos los primeros poemas lo son– se presente de una manera
abiertamente explícita el tema de la homosexualidad, como se nos pretende
mostrar en la pieza dramática al proponer sin ambages la relación erótica entre
Gilgamesh y Enkidu. Hay cuestiones que no deberían plantearse –por muy tentado
que se esté a dejarse arrastrar por lo que sólo el interés personal vislumbre como
una ocasión propicia–, al menos si se quiere mantener una cierta coherencia y
una mínima honestidad intelectual.
No obstante, a
pesar de esta objeción, es elogiable que en estos tiempos se haya llevado a
cabo la teatralización de una obra tan esencial de la cultura universal. Obra
en la que ya se recogen todos los motivos que a lo largo de la historia se han
ido planteando en las más elevadas manifestaciones de la creación literaria. Es
una apuesta arriesgada en un panorama cultural en el que se deambula entre la
banalización consumista y la castradora corrección política, censora de
cualquier manifestación incómoda para las ideas dominantes.
Los
condicionantes escenográficos –pequeño espacio, carencia de decorado– hacen que
la imaginación haya tenido que agudizarse en la dirección escénica: así la luz,
la música, la danza, el vestuario, la utilería, etc. han contribuido a llenar
ese espacio desnudo de la más mínima tramoya. Es de reconocer el esfuerzo –vocal,
físico, gestual– con que se han empleado los actores –algunos representando a varios
personajes–, en especial el trabajo más que solvente del que encarna a
Gilgamesh; aunque también habría que señalar las limitaciones tímbricas del que
da vida a Enkidu, el más flojo sin duda del elenco.
© Copyright Rafael González Serrano
lunes, 21 de enero de 2019
John Ashbery: Autorretrato en espejo convexo
Nacido en Nueva
York en 1927 publica Autorretrato en espejo convexo en
1975. Anteriormente habían aparecido poemarios como El juramento de la pista de
frontón (1962), Ríos y montañas (1966) o El doble sueño de la primavera
(1970); posteriormente verán la luz Una ola (1984), La tormenta de hielo (1987), ¿Oyes, pájaro? (1995), Susurros
chinos (2002) o Un país mundano (2007). Autor
también de libros en prosa y traducciones morirá en Nueva York en 2017.
La obra Autorretrato
en espejo convexo, en su edición original, consta de varios poemas,
incluido el que da título al libro. Hay una edición española que se ajusta a
esta versión, pero, dado que la composición central es lo suficientemente
extensa –casi seiscientos versos– y compleja, utilizaremos la publicación en
español que sólo recoge dicho poema ciñéndonos a la lectura de ese único poema.
El cuadro
homónimo del Parmigianino (Francesco
Mazzola), le sirve de referente para plasmar toda una serie de temas y
registros. Así inicia el largo poema con un tono descriptivo: “Como hizo el Parmigianino, la mano derecha / más
grande que la cabeza, adelantada hacia el espectador / y, replegándose
suavemente, como para proteger / lo que anuncia.” Y pasa a analizar la mirada y
lo que existe detrás de ella: “el alma es un cautivo… // mantenido en suspenso,
incapaz de avanzar hasta mucho más allá
/ de tu mirada.” Nos muestra el alma encerrada en la imagen: “Ahí
seguirás, intranquilo, sereno en / tu gesto que no es abrazo ni aviso / pero
que encierra algo de ambos en pura / afirmación que no afirma nada.”
Mas en la
observación también se percibe la futilidad de lo reflejado, la inanidad que
habita tras una mirada aparentemente escrutadora: “Veo tan sólo el caos / de tu
espejo redondo que lo organiza todo / en torno a la estrella polar de tus ojos
que está vacíos, / no saben nada, sueñan paro nada revelan.” Si bien que el
sueño es uno de los vectores que conforman la existencia y gracias a él podemos
encontrar la belleza de las formas: “Las formas conservan / una fuerte dosis de
belleza ideal, porque / las nutren nuestros sueños.”
Lo meditativo
convive con la introducción de diversas voces y perspectivas: así utiliza
referencias y citas de Vasari, Freedberg, Berg, que le sirven e de excusa para
reflexionar sobre el arte en sus distintos periodos, así como para desvelar
cuáles puedan ser las confluencias y contrastes con el presente. Todo ello
constituye un mosaico de diálogos que trata de reproducir las propias
interioridades de la mente humana.
Entre el pintor
autorretratado y el espectador se llega a producir un juego de miradas donde no
se sabe muy bien quién es realmente el observado: “Lo hemos sorprendido /
trabajando, pero no, él nos ha sorprendido / mientras trabaja.” Se puede pensar
que el Parmigianino nos está mirando pero,
en una nueva consideración sobre nuestras diferentes perspectivas, se podría
también afirmar que se estuviera mirando a sí mismo, por eso uno se sentiría
“confundido por un momento / antes de darte cuenta de que el reflejo / no es el
tuyo.”
El tiempo es
inaprensible en un presente que se escapa a todo intento por controlarlo
racionalmente: “El mañana es fácil, pero el hoy está inexplorado, / desolado,
reacio como cualquier paisaje / a rendir lo que son las leyes de la
perspectiva.” Sin embargo, ese presente sí que nos atrapa en sus redes –en
tanto que avistamos un futuro siempre postergado y que no llega nunca–; y por
eso “del presente estamos escapando siempre / y volvemos a caer en él”. Se
presenta la vida como un ineluctable presente continuo al que estar sometidos.
La contradicción
y conflicto entre las cosas existentes de la realidad (sobre todo en su
esencialidad) se constata porque “el principio de cada cosa individual es /
hostil a todas las demás y existe a costa de ellas”; e, incluso, el amor carece
de finalidad y de él sólo podemos afirmar su desconocimiento, puesto que del
amor “sabemos que no puede intercalarse entre dos momentos adyacentes, que sus
meandros / no llevan a ninguna parte… // y que [ellos] desembocan en una vaga /
sensación de algo que no puede conocerse nunca”.
Lo reflexivo, el
tono introspectivo, se funden con una expresión discursiva, con referentes
metaliterarios, con excursos explicativos. Su flujo poético se cimenta en
visiones de la realidad que, a su vez, se transforma y puede incluso
desaparecer; parece como si fuéramos imágenes de un recuerdo, de algo que pudo
haber sido; o actores involuntarios de un sueño. El propio poeta afirma que se
actúa sin ser consciente, movido por la necesidad que sortea nuestras
resoluciones para “crear algo nuevo / por su cuenta.” La poesía de Ashbery se
sustenta en algo inaprensible, ya que ni él mismo puede explicar “la razón de que todo haya de reducirse a una
sola / sustancia uniforme, un magma de interiores.”
© Copyright Rafael González Serrano
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