Entre los días 8
de febrero y 3 de marzo se ha representado en la sala Jardiel Poncela del
Centro Cultural de la Villa (Madrid) la obra Gilgamesh, basada en el Poema de Gilgamesh, considerado como la
primera de las epopeyas literarias de la civilización. Su protagonista era el
rey sumerio histórico-legendario Gilgamesh, que pudo reinar en la ciudad de
Uruk en torno al 2750 a C.
La obra, basada
en un disperso material épico sumerio, fue fijada ya en época acadia o
paleobabilónica como tal epopeya en un largo poema de doce cantos recogidos en otras
tantas tablillas. Nos han llegado también versiones asirias posteriores de las
que incluso se conoce el nombre de sus
compiladores o adaptadores. Los poemas sumerios originarios recogen dos
ciclos poéticos, el de Enkidu (personaje fabulado) y el de Gilgamesh (personaje
legendario pero de historicidad fundada).
En el poema se
reflejan temas intemporales y de carácter universal como pueden ser la
aventura, la guerra, la religión, la amistad, el dolor, el miedo, la vida y la
muerte, la fama y la gloria, la relación del hombre con la naturaleza, la
búsqueda de la inmortalidad, la resignación ante el destino del hombre. El
poema en su proceso de fijación pasa por diversas etapas. Desde la primitiva
sumeria, donde el tono mágico y religioso se haya presente; la posterior
paleobabilónica, en la que se abordan los más altos asuntos –búsqueda de la
vida eterna– desde intereses plenamente humanos; hasta la versión asiria, más
centrada en cuestiones que afectan al hombre, ya sean tanto de índole cotidiana
o moral como trascendente.
La acción –aparte
de en los espacios externos donde se llevan
a cabo las aventuras, como el Bosque de los Cedros, donde se combate y
vence a Humbaba– se centra en la ciudad de Uruk (en la que –salvo futuros
descubrimientos arqueológicos que lo refuten– se origina la primera escritura, la
cuneiforme). Ha de destacarse también el viaje al país de Dilmun, a la búsqueda
de la inmortalidad, y la visita que Gilgamesh hace al Mundo Inferior en las
tablillas X y XI, ello no siglos sino milenios antes de que Dante paseara de la
mano de Virgilio por el Infierno.
Existen diversos
planos: el divino, con toda la cohorte
de dioses: Anu, Enlil, Ea, Inanna, Nergal, Ninsun (la madre divina de
Gilgamesh), los anunnaki; el heroico-mítico con Gilgamesh, Enkidu, Utnapishtim
(el Ziusudra sumerio), Humbaba, el Toro Celeste; o el humano, con la hieródula (prostituta
sagrada que inicia a Enkidu en el amor), o algunas vagas referencias a personajes populares. Los ámbitos eidéticos se articulan en torno a lo
civilizatorio (Gilgamesh), lo natural (Enkidu), y los condicionantes humanos. Las
fases del poema siguen las secuencias: tiranía del déspota; civilización de lo
salvaje mediante el amor humano; la amistad y su valoración; el espíritu de
aventura; el desafío a los dioses, combatiendo –y dando muerte– a sus criaturas;
la muerte como castigo; la búsqueda de la inmortalidad y su imposibilidad; la
resignación ante el destino.
Ciertamente en
la puesta en escena se pierden ideas, concepciones o matices de un texto tan
complejo como el original, si bien se debe reconocer que la representación
dramática del poema sigue bastante fidedignamente el desarrollo del mismo. Y puede
que no sea esencial entrar en consideraciones del tipo de si se debería
haber depurado la versión escénica a fin de homogeneizar la
terminología usada, dada la profusión de nombres sumerios empleados: Anu, Enlil, etc.; y así, en lugar de mencionar al acadio Shamash (dios
del sol) nombrar al sumerio Utu; o en
vez de la constante presencia de la diosa asirio-babilónica Isthar, citar a su
predecesora, la sumeria Inanna; (las alusiones al akitu, festividad del año nuevo, tienen sus referentes tanto en la
época sumeria como en la celebración en honor del dios babilónico Marduk).
Mas si la
temática sigue en buena medida la contenida en el original en esta
escenificación, es evidente que algún asunto se desliza de una manera un tanto
espuria. Resulta bastante inverosímil que en un texto del tercer milenio antes
de Cristo –al menos los primeros poemas lo son– se presente de una manera
abiertamente explícita el tema de la homosexualidad, como se nos pretende
mostrar en la pieza dramática al proponer sin ambages la relación erótica entre
Gilgamesh y Enkidu. Hay cuestiones que no deberían plantearse –por muy tentado
que se esté a dejarse arrastrar por lo que sólo el interés personal vislumbre como
una ocasión propicia–, al menos si se quiere mantener una cierta coherencia y
una mínima honestidad intelectual.
No obstante, a
pesar de esta objeción, es elogiable que en estos tiempos se haya llevado a
cabo la teatralización de una obra tan esencial de la cultura universal. Obra
en la que ya se recogen todos los motivos que a lo largo de la historia se han
ido planteando en las más elevadas manifestaciones de la creación literaria. Es
una apuesta arriesgada en un panorama cultural en el que se deambula entre la
banalización consumista y la castradora corrección política, censora de
cualquier manifestación incómoda para las ideas dominantes.
Los
condicionantes escenográficos –pequeño espacio, carencia de decorado– hacen que
la imaginación haya tenido que agudizarse en la dirección escénica: así la luz,
la música, la danza, el vestuario, la utilería, etc. han contribuido a llenar
ese espacio desnudo de la más mínima tramoya. Es de reconocer el esfuerzo –vocal,
físico, gestual– con que se han empleado los actores –algunos representando a varios
personajes–, en especial el trabajo más que solvente del que encarna a
Gilgamesh; aunque también habría que señalar las limitaciones tímbricas del que
da vida a Enkidu, el más flojo sin duda del elenco.
© Copyright Rafael González Serrano
A ver si se elimina la infección que me ha metido un desgraciado.
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