Ernest
Jünger vivió ciento tres años (de 1895 a 1998), atravesando con su vida y su obra
todo el siglo XX, y siendo una de las figuras esenciales de la literatura y del
pensamiento de ese siglo. Una producción tan extensa como la suya ha sido
clasificada por los analistas en cuatro periodos correspondientes a cuatro
figuras por él forjadas: el Soldado, el Trabajador, el Emboscado y el Anarca.
El
Soldado surge de su experiencia como tal en la Primera Guerra Mundial. Fruto
de ella es su obra Tempestades de acero,
donde plasma de manera épica esa vivencia de la guerra, así como el surgimiento
de un mundo desconocido nacido entre las novedosas máquinas y la destrucción.
Su activismo político le lleva a identificarse con la denominada “revolución
conservadora”, enemiga de la monarquía prusiana, una especie de “nacionalismo
de soldados”. Pero, la técnica ha triunfado y Jünger propone una nueva figura:
el Trabajador, quien, si sabe elevarse sobre la máquina, se convertirá en un
nuevo tipo humano, dominador y no explotado.
Con
el advenimiento del nazismo, se recluye en una especie de exilio interior.
Rechaza esa ideología de “burgueses en camisa parda”, empezando por su racismo
(pues nunca fue antisemita). Y escribe Sobre
los acantilados de mármol, en donde cuenta como un mundo hermoso perece
bajo la violencia, y que ha sido considerada una alegoría sobre el
nacionalsocialismo y sus aún no sospechadas trágicas consecuencias. Es
movilizado tras el estallido de la Segunda
Guerra Mundial y enviado a París. Ahí conoce a la bohemia
artística (Cocteau, Picasso…). Fruto de esa experiencia son sus diarios de
guerra titulados Radiaciones.
Irá
surgiendo una nueva figura en su pensamiento, la del Emboscado. Ante los grandes peligros contemporáneos, al
hombre que desea conservar su libertad sólo le queda recluirse en una especie
de bosque metafórico, donde la persona, al margen de todos los sistemas
encuentre la verdadera libertad en “el propio pecho”. Ese es el sentido de sus
libros La emboscadura y Heliópolis. En ellos plasma su
concepción sobre el advenimiento de un Estado mundial, sobre el antagonismo
entre dioses y titanes. También, tras conocer a Albert Hofmann –el creador del
LSD–- recoge en varios textos sus experiencias psicodélicas.
Llevado
por su cada vez más definida filosofía en contra del mundo establecido y a
favor de la libertad individual, aún acuñará una nueva figura: el Anarca.
Aparece en su novela Eumeswil de
1977. En ella concibe un mundo en el que todo está tan regulado que la
salvación sólo puede residir en uno mismo. Lo que consiste no en conspirar
contra el orden social sino en conseguir el dominio propio; en ello residirá la
auténtica autonomía. Y el espacio donde llevar a cabo esto no es ni la sociedad
ni la política sino la Historia. El
protagonista de la obra es Martín Venator, camarero de noche del Condor, el
tirano de Eumeswil, mas también “historiador” de día que observa el presente
con un total distanciamiento, no aferrándose “a las ideas, sino a los hechos”.
Así, Venator se convertirá en el anarca solitario capaz de vivir en sociedad
pero sin establecer vínculos con ella.
Sólo
una licencia poética permitiría identificar a un personaje con su autor (esto
en el mejor de los casos, pues no consideraremos las asociaciones malintencionadas),
mas es seguro que Jünger y su anarca poseen bastantes paralelismos. Por ello
resultan bastante ilustrador del pensamiento jüngueriano definiciones o
descripciones encontradas a lo largo del libro. “La contrapartida positiva del
anarquista es el anarca. El anarca no es el antagonista del monarca, sino su
polo contrario… No es el adversario del monarca sino su correspondencia”.
Aparte
de con los detentadores del poder establecido –sea este el que sea– Jünger se
cuida muy mucho de establecer las diferencias insalvables entre el anarca y el
anarquista, puesto que mientras el primero puede vivir en solitario, el segundo
es un ser social y tiene que buscar la colaboración de otros camaradas. Del
mismo modo, el anarca no cae en la tentación de la acción violenta –como el
anarquista o el partisano– puesto que, al no guiarse por las ideas sino por los
hechos, lucha en solitario como hombre libre que es, ajeno a la idea de
sacrificarse en pro de un régimen o de un poder que domine a otro poder. El
anarca no reconoce ningún régimen ni se zambulle, como los anarquistas, en
sueños de paraísos; por eso su observación puede ser imparcial.
Respecto
a la actitud ante la ley, las diferencias son también evidentes. El partisano –que sería el activista– quiere cambiarla
(otra figura límite, la del criminal, quiere transgredirla); pero el anarca no
pretende ninguna de las dos cosas. No está ni a favor ni en contra de la ley.
“Aunque no la reconoce, procura conocerla y medirla por el patrón de la leyes
naturales, ajustando su conducta según ellas”. En cuanto a las normas sociales,
el anarca rechazará toda obligatoriedad (escolarización, servicio militar,
sanidad, seguros), y si pronuncia un juramento, es bajo reservas. “No es un
desertor, sino un refractario”. Pese a su postura social, tampoco hay que
confundir al anarca con el solitario: “el solitario ha sido expulsado de la
sociedad, mientras que el anarca ha expulsado a la sociedad de sí”.
Aún
reconociendo que la sociedad en que vive es imperfecta, la admite incluso con
esas limitaciones. Siendo más o menos contrario al Estado y a la sociedad,
acepta que pueden darse tiempos y lugares en los que la armonía invisible se
haga visible. Esto se ilustra muy gráficamente con un supuesto tan humorístico
como esclarecedor: “al anarconihilista la visión del templo de Artemisa le
estimularía a incendiarlo; el anarca no tendría inconveniente en entrar en él
para meditar y tomar parte en su sacrificio”.
Porque
el anarquista al ser enemigo mortal de la autoridad en realidad está colaborando con ella; más que dañarla la
confirma. El anarca se limita a no reconocer ese orden, ese poder legislativo.
No pretende atacarlo, ni derribarlo, ni modificarlo. Porque, consciente como es
de que el pueblo se compone de individuos concretos y libres y de que el Estado
los reduce a números (“donde predomina el Estado, también la muerte es un valor
abstracto”), no está dispuesto a “delegar su libertad ni en la legitimidad del
padre benevolente, ni en las pretensiones legales que cambian según las épocas
y países”.
Como
“historiador” que se reconoce, Venator hace un recorrido por las diversa épocas
del pasado refutando también las propuestas de teóricos del socialismo utópico
como Fourier (con argumentos no exentos de ironía) o de individualistas como
Stirner, o analizando de manera crítica las teorías de los clásicos del pensamiento
social. Enlazando con la figura precedente (el emboscado), el anarca debe
comportarse como el centinela de la línea avanzada que, “situado en tierra de
nadie, aguza ojos y oídos”. Concluirá contundente: “de la sociedad cabe esperar
tan poco como del Estado. La salvación está en cada uno”.
Texto
inteligente y agudo, profunda reflexión filosófica sobre la condición del ser
humano, la clarividencia de Jünger sobre el avatar del individuo en un mundo
cada vez más tecnifícado (no en vano prefigura avances tecnológicos como el
móvil o Internet: fonóforo, luminar) y controlado, hace que este libro posea
una vigencia incuestionable. Obligado a vivir en un régimen político del que
está desligado porque no cree en él, analiza con estremecedora lucidez un
modelo social, el ejercicio del poder y la soledad del individuo en el mundo
contemporáneo.
© Copyright Rafael González Serrano