El cementerio marino se
publica por primera vez en La
Nouvelle Revue Française en 1920. Fue Jacques Rivière quien consiguió que
Valéry le entregase el manuscrito para su publicación, cuando el poema estaba,
según palabras del propio autor, en uno de sus “estados” (de revisar, suprimir,
retocar). Gracias a la intervención de su amigo, quedó así “accidentalmente
plasmada la imagen de esta obra.” (Para Valéry, todo lo realizado es
perfectible). Posteriormente, en 1922, se incluirá el poema en su libro Charmes.
De nuevo el autor comenta que el
origen del poema está en una figura rítmica decasílaba, que le sugirió una
estrofa de seis versos. Entre las diversas estrofas se producirían los
contrastes y correspondencias. Se organiza así el poema como un monólogo del yo
en el que aparecen los temas más constantes de la vida afectiva e intelectual
del poeta. Para Valéry, los condicionamientos de la forma son la expresión de
la conciencia de que poseemos medios, pero también de sus límites y defectos.
La obra, para su estudio, se ha
dividido tradicionalmente en varias partes. En la primera se plasmaría la
Inmortalidad del No-Ser. De ahí ese “techo” (mar inmóvil) situado entre los
pinos y las tumbas, marco de ese cementerio desde donde el poeta observa y
reflexiona. El sol de Mediodía es rotundo. No obstante, introduce un elemento
de cambio: “el mar siempre recomenzado”. La inmovilidad, lo absoluto, están en
esos “trabajos puros de una eterna causa”; aunque otra vez aparece el contraste
en esos diamantes de espuma que se crean y desaparecen.
El silencio habita también en el
alma. Las imágenes arquitectónicas abundan: edificio del alma, templo de
Minerva, techo cubierto de oro. El ojo es el guardián del alma “bajo un velo de
llamas”. Ante el alma se alza el Templo del Tiempo. Observa, en éxtasis, desde ese “lugar puro”, metáfora de lo
absoluto. Mas su ofrenda a los dioses, como el centelleo del mar (símbolos de
lo perecedero), no provoca en ellos sino la ignorancia.
Una segunda parte trataría los
temas de lo efímero, del Ser mudable frente a la Nada inmutable. La fruta se
deshace y desaparece al igual que el alma: “aspiro mi futura humareda”. El
concepto de transformación está presente en ese “cambio de la orilla en su
rumor”. Abandonado al espacio desde donde observa, su sombra le someta a la
mudanza. La luz es implacable (“sin piedad”), pero siempre le acompañará una
mitad en sombra, la materia.
Absorto (“para mí, en mí solo, en
mí mismo”), contemplando ese momento esencial (“entre el vacío y el suceso
puro”), espera el nacimiento de la poesía (“fuente del poema”), de ese sonido
de un hueco futuro cuyo origen está en esa “amarga y oscura cisterna”.
En un nuevo bloque, una serie de
estrofas describen la relación entre la muerte y la inmortalidad (negadoras del
cambio de la vida). Ante ese mar que parece “cautivo de las frondas”, piensa en
el cuerpo atraído por la “tierra ósea”
(acertada y original imagen del osario). Le gusta ese lugar, ese cementerio
rodeado por las antorchas de los cipreses, desde donde contempla cómo “el mar
fiel duerme aquí sobre mis tumbas”. “El futuro es pereza”, la total inmovilidad
de la muerte. Todo ha ardido y ha sido absorbido “por no sé qué cruel esencia”.
La vida sería extensa, mas vacía, si se estuviera “ebrio de ausencia”, es
decir, si se careciera de la conciencia de la muerte.
El Mediodía, inmóvil, parece
reinar, pero el hombre es “la secreta mudanza”. Ese hombre que, con sus dudas,
anhelos, arrepentimientos, es el defecto del diamante de lo absoluto, a quien
sí pertenece el pueblo de los muertos. La melancolía por lo perdido se concluye
en que “la larva hila en las fuentes del llanto”. Continúa con el recuerdo de
las niñas y sus gritos, de la belleza femenina, mas “¡todo se entierra y al
juego retorna!” (En estos versos, enfrenta la sensualidad a la muerte
implacable). Incluso el alma huye, pues es porosa para lo eterno que la
absorberá; ni siquiera podrá cantar cuando sea sólo vapor.
El poeta arremete contra la
inmortalidad “negra y dorada”, tenida por consuelo, y que incluso presenta a la muerte como un seno
maternal. Pero quién, conociéndolos, no rechaza a ese “cráneo hueco” y a esa
“risa eterna”.
En las últimas estrofas, afirma
el triunfo de lo instantáneo, de la movilidad y el cambio. El gusano, verdadero
e irrefutable, no es el que devora a los muertos (“durmientes bajo losas”),
sino el que roe al poeta, viviendo de su vida; es la conciencia incesante. Ese
gusano roedor “ve, quiere, sueña, toca”, no le deja ni siquiera en el lecho,
donde –afirma– “vivo de
pertenecer a este viviente”.
Introduce Valery una estrofa que
supone un contraste con todo lo que lleva reflexionando en las anteriores. ¿Y
si todo no es más que una ilusión? Para ello acude a Zenón, el “cruel Zenón de
Elea”, para el que el movimiento no era sino pura ficción, ya que la flecha no
se movía, ni Aquiles alcanzaba a la tortuga: “¡Qué sombra de tortuga / para el
alma, Aquiles quieto a zancadas!”.
Pero la voz poética sale de sus
dudas: “¡Rompa mi cuerpo esta forma pensante!” Será el cuerpo el que acabe con
las elucubraciones del pensamiento extático que le intenta atraer para
conducirlo a la Nada. Pero se rebela: “¡Beba mi entraña el viento naciente!” Es
de nuevo lo corpóreo lo que le inclina a la vida. El poeta corre a saltar vivo
en las ondas de ese mar que le trae la frescura.
Es ese gran mar, “piel de pantera
y clámide horadada”, que se muerde la cola (símbolo de lo finito), quien le
señala la vida, “en un tumulto símil al silencio”. Hay que vivir. El libro
palpita al aire (victoria también de la creación poética), la ola rompe contra
las rocas. Canta el poeta a las olas, a las aguas gozosas que quiebran ese
techo inmóvil del mar. Por tanto, triunfo de lo momentáneo, de lo mudable,
sobre lo intemporal e inmóvil. En este desenlace enfrenta al hombre con la eternidad,
a la vida con la Nada.
Es cierto que se trata de un
poema meditativo, reflexivo, pero no por ello deja de lado las cuestiones
vitales; es más, lo esencial es precisamente la afirmación de la existencia,
del cuerpo vivo frente a la rigidez de lo absoluto, que es tanto como decir la
muerte. Por ello, aunque, en un principio, el hombre quisiera fundirse con el
No-Ser en el éxtasis, el cuerpo le impulsa a rebelarse. Cuerpo sin el que el
alma no es nada. A ésta le asiste como aliado el mar, que es un símbolo de la
conciencia. El sol, por el contrario, es un símbolo de lo absoluto, del No-Ser.
Y, aunque la vida sea frágil y se deshaga como una fruta, es el tesoro que
poseemos. El hombre, con sus limitaciones y defectos, con su finitud, contra la inmortalidad y eternidad divina.
No obstante, no puede haber sino
aproximaciones a un texto, las interpretaciones son falibles y limitadas, pues
como diría el propio Valéry: “No existe el verdadero sentido de un texto. Ni la
autoridad del autor. Sea lo que sea lo que haya querido decir, ha escrito lo
que ha escrito”.
© Copyright Rafael González Serrano
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