Publica Yves
Bonnefoy (Tours, 1923) Principio y fin de
la nieve en 1991 cuando ya poseía una larga trayectoria poética. Había
publicado con anterioridad Del movimiento
y de la inmovilidad de Douve (1953), Desierto
ayer reinante (1958), Piedra escrita
(1965), En la trampa del umbral
(1975), Lo que no tenía luz (1987); posteriores
son poemarios como Las tablas curvas
(2001) o La larga cadena del ancla
(2008). Autor también de un extenso número de libros de narrativa, ensayo literario,
estudios sobre arte, traducciones o un diccionario en cuatro tomos sobre
mitología, recibió diversos premios, falleciendo en Paris en 2016.
Principio
y fin de la nieve
se estructura en cinco partes. La primera La
gran nevada está constituida por quince poemas, la mayoría de ellos
titulados; la segunda, Las teas,
consta de un solo poema; así mismo la tercera, Hopkins Forest, consiste en un único extenso poema; la cuarta, Todo, Nada, son tres poemas numerados; y
la quinta, La única rosa, contiene
cuatro poemas también con numeración.
Bonnefoy crea un
espacio donde la nieve es protagonista, constatando que esa nieve y la
totalidad de lo que la rodea –es decir, la realidad– están en la propia
experiencia del autor. “Temprano, esta mañana, la primera nevada. El ocre, el
verde / se refugian debajo de los árboles.” La voz poética mira y describe las
cosas que le rodean, para así constatar el ámbito de lo real. Mas lo que se ve
puede también ser origen de confusión ya que “las sombras y los sueños tiene el
mismo peso.” El sueño es un elemento recurrente en el poemario, así se
preguntará “¿Por qué clarearán / ciertas palabras / cuando una sólo es noche /
y la otra un sueño?” (De natura rerum).
La levedad de la
nieve simboliza el retorno a una inocencia primigenia, donde poder decir sin
que las palabras se encuentren contaminadas por su carga significativa, y así
acudir al reencuentro con un tiempo ilimitado: “A ese copo / que en mi mano se
posa, le deseo / asegurar lo eterno / haciendo de mi vida y mi calor, /… /
simplemente un instante: este mismo, sin límites” (Un poco de agua).
A la par, la
imagen de la levedad de la nevada instaura un “desanudarse el cielo” para que
así se pueda captar la transcendencia de lo existente, precisamente por lo que
la transparencia, es decir, la simultaneidad de la presencia y la ausencia,
pueda significar. En referencia a Aristóteles el autor afirma que “lo que vale
es la transparencia”; y eso hay que expresarlo “en frases que resuene como un
rumor de abejas / o como un agua clara.”
En el puro acto
de la designación de las cosas elementales puede surgir la tentación de
abandonar ese mundo observado; de aquí que Bonnefoy –en primera persona y como
contraposición–, muestre también la pesadez, simbolizada en ese “hierro
roñoso”: “Avanzo. Pero al hierro / roñoso se me engancha / la bufanda, y se
rasga / en mí el paño del sueño” (El
jardín). Una experiencia de la plenitud no sería posible mediante una
evasión de la realidad, aunque el sueño no le abandone a lo largo de aquella.
En Las teas establece un paralelismo entre
nieve y palabra, presentando la escritura como fuego surgido en la palabra,
para concluir: “¿Pero acaso sabemos / si oímos tal palabra o la soñamos?”
También en Hopkins Forest se halla
esa identificación: “Igual que una nevada, / yo pasaba las páginas.” Aunque
reconoce que la realidad ha sido agredida por el lenguaje (ese “mundo que el
lenguaje ha devastado”). La conflictividad que reconoce entre esos dos ámbitos,
puede resolverse en ese espacio, Hopkins
Forest, donde “este suelo se abre / al infinito”, para que ya no haya “ni
arriba ni abajo.”
El
reconocimiento de las cosas comporta un mayor grado de conciencia de la
realidad, abriéndose así a la vida; lo que supondría una manera de decir “que
ya no se estuviese en el lenguaje solo.” La referencia a la nieve en primavera
es, a la par, a la renovación de la vida donde “el niño / es el progenitor de
quien lo toma / en sus manos de adulto una mañana y lo alza / en el
asentimiento de la luz” (Todo, Nada, I).
Ofrenda pues a ese renacimiento. Y afirmación: “Sí a escuchar, sí a hacer mío /
ese venero, el grito de alegría palpitante.”; aunque “el temblor de la alegría
en la escritura es / sólo una sombra,
acaso la más clara, / en palabras que siguen recordando” (Todo, Nada, II).
El reencuentro
con lo existente se muestra en los cuatro poemas que constituyen La única rosa, en los que se narra, por
parte de la voz poética, una secuencia en la que se describe la vuelta a una
ciudad y el reconocimiento de los lugares identificados con la infancia,
constatando “el ruido de las abejas / en el ruido de la nieve” (las abejas son
recurrentemente un signo de lo real a lo largo del poemario); y lo que decían
las abejas “parecen reflejarlo las infinitas lámparas”. Aunque de nuevo la duda
le haga sospechar que está “durmiendo, y sueñe, y vaya por caminos de infancia”
(La única rosa, III). Y que del
encuentro con la realidad se concluya que “la nieve pisoteada es la única
rosa.”
La experiencia
de la plenitud al fin es posible precisamente debido al ejercicio de escritura
llevado a cabo por la voz poética, a ese encuentro que se efectúa entre la
“nieve” y la “palabra”; ya que sólo lo escrito se proyectará más allá de la existencia efímera de las cosas. Frente a la presencia eventual de una nevada,
Bonnefoy ofrece la permanencia del poema: “Nieve / que has cesado de dar, que
ya no eres / la que viene sino la que en silencio / espera… / hemos notado, en
los cristales / empañados… / tu resplandor sobre la mesa grande” (Las teas). Un libro sobre la búsqueda y
el hallazgo, con la iluminación del verbo, pues, en palabras del autor, “para
el que busca, incluso si sabe que ningún camino le guía, el mundo en torno será
una morada de signos.”
© Copyright Rafael González Serrano