lunes, 7 de octubre de 2024

Rafael González Serrano, Las arenas del cielo (así ha sido y será)

En unos tiempos en los que la velocidad, el cambio, la fluidez (progreso, lo llaman), se enseñorean de todos los aspectos de nuestra existencia, Rafael González Serrano ofrece en su nuevo libro, Las arenas del cielo (así ha sido y será), una perspectiva diferente, en la que se consideran diversas cuestiones relacionadas con todo aquello que ha permaneció –y continuará– a lo largo del tiempo en la vida de los hombres, por ser lo constitutivo e imborrable –por ineludible– de su esencia.
A través de diversos textos, tanto en prosa –¿poemas en prosa?– como en verso o versículo, se va constituyendo y construyendo la urdimbre del libro, en la que lo perdurable y la continuidad ejercen de alternativa a lo fugaz y pasajero (signo de estos tiempos); inclinándose el autor por detectar y destacar lo estable frente a lo efímero. Por eso, por esos párrafos y versos desfilan la generosidad y el rencor, la valentía y la traición, la aventura de la vida, la ambición y el poder, el castigo y la expiación de la culpa, el paso implacable del tiempo, la costumbre y la tradición, la extrañeza ante la voracidad del progreso, la modestia y la sensualidad, y otros varios aspectos –inabarcables en su totalidad– del transcurso de la existencia del ser humano.

domingo, 15 de marzo de 2020

Percy Bysshe Shelley: Adonais

Shelley compuso Adonais tres meses después de la muerte de Keats. El poema más que una elegía en sí es un lamento por la muerte de un gran poeta (en realidad se habían tratado pero no existió entre ellos una profunda amistad). El tema del poema es el del destino de los poetas, abocados a un mundo que ni les escucha ni les tiene en consideración. El poema consta de cincuenta y cinco estrofas, estructurado en dos partes disímiles pues la primera ocuparía aproximadamente dos tercios del poema. Al parecer, Adonáis sería una mezcla del griego Adonis –dios griego que simbolizaba la muerte y la resurrección–, y del hebreo Adonai, uno de los nombres de Elohim, el Creador o Señor.
En el inicio, Adonáis ya ha muerto, y la Hora llora por él y cita a las demás horas para que también se lamenten, puesto que el tema es el de la desesperación por la muerte de Adonáis Se convoca además a Urania, musa de la Astronomía, – “¿Dónde estaba la abandonada Urania / Cuando Adonais murió?”–, que acude desde el Edén, lamentándose por tan luctuoso hecho. Siguen unas estrofas donde Shelley insiste en la queja por la ausencia y la pérdida, así como el lamento de los elementos que acompañaron al poeta, “como la forma, y el tono, y el aroma y el dulce sonido”; aparecen las personificaciones de los pensamientos, emociones, actitudes y habilidades del difunto. Se plasma así mismo la inexorabilidad de la muerte.
Pasa Shelley a establecer un paralelismo, en contraposición, entre la vida humana y la naturaleza: ésta revive eternamente al repetir su ciclo mientras que el hombre perece –incluso uno de la talla de Adonáis-Keats– irremediablemente para siempre: “los aires y arroyos renuevan su gozosa sonoridad /…/ hojas y flores frescas adornan el féretro de la muerta estación; / las apasionadas aves ya se emparejan ente los helechos”. Por eso, aunque Urania reclame a Adonáis que no la abandone –“¡No me abandones desolada y triste y desamparada, / como el mudo rayo abandona la noche horra de estrellas!”–, éste ya se encuentra definitivamente muerto.
En las Estrofas 30 a 34, aparece una serie de dolientes humanos, entre los cuales se encuentra, el "Peregrino de la Eternidad", que es Lord Byron. El propio Shelley también forma parte de la procesión de dolientes. El poeta se presenta a sí mismo –“una frágil Silueta”–, equiparándose a figuras como Acteón, ya que lo mismo que a éste le persiguen los mastines a él lo hacen sus pensamientos.  También muestra su estigmatizada frente como si fuera la de Caín o Cristo: “Descubrió su estigmatizada y sangrante frente, / como si fuera, ¡ay dolor! la de Caín o la de Cristo”. Al igual que Caín él es un desterrado de su tierra; y  sus padecimientos los equipara –irreverente– con los de Cristo.
En la estrofa 37 arremete contra el crítico de la revista Quarterly Review –al parecer John Wilson Croker– que juzgó muy negativamente el Endymion de Keats, lo que, en opinión de Shelley, traumatizó a John Keats, empeorando su salud, lo que acabará con su vida, y al que vaticina que: “te asirán el Remordimiento y el Autodesprecio”; y a quien  desea que el peor castigo es que viva para reconocer su infamia: "¡Larga vida a ti, cuya infamia no es tu fama!”
En las estrofas 45 y 46, Shelley lamenta que, como Thomas Chatterton, Sir Philip Sidney y Lucano, Keats murió joven y no vivió para desarrollarse como poeta. Pero Keats está despierto, o duerme con los muertos eternos; de esta forma “fluirá el espíritu puro / de vuelta a la ardiente fuente de la que manó, / una parte de lo Eterno, que debe resplandecer / a través del tiempo”. Añade el poeta que, en ese ámbito de paz, “No está muerto, no duerme / ha despertado del sueño de la vida”. Y en ese nivel superior y, elevándose más allá de las sombras de la noche, quedará libre de la envidia, la calumnia,  el odio y el dolor; y cuando la propia alma haya dejado de arder, el poeta estará vivo: “Él vive, vela– es la Muerte quien está muerta, no él”. Porque “se ha hecho uno con la Naturaleza”.
A partir de ahora Keats “es una parte de la belleza”, en comunión tanto con los árboles como con la luz del Cielo. Junto con los inmortales, forma parte de “los fulgores del firmamento del tiempo”. En este estadio de eternidad, acogido por los grandes poetas, hasta el Olvido “se acobardó como un réprobo”. Y es nombrado “Lucero de nuestra grey”. Ascendido a tal condición, nadie debería llorar por Adonáis, incluso en Roma –lugar de su tumba– lo deberían hacer antes por ella, sepulcro de edades, imperios y religiones.
La vida que ahora debe estar experimentando Adonais, el poeta la sitúa en Roma, una ciudad plena de lugares donde la pérdida y la decadencia son visibles. Además, él está en el cementerio protestante allí, donde también está enterrado el hijo de tres años de Shelley. Sin embargo, frente a la desnudez de la Desolación, “Una luz de risueñas flores se extiende sobre la hierba”. La naturaleza no aborrece la muerte y la descomposición; son los humanos, quienes temen y odian en medio de la vida, quienes lo hacen: “¿Por qué hay que temer lo que Adonáis es?”
La "Eterna" Roma muestra paralelismos con las descripciones anteriores, estrofas 44-46, en las que propone que el espíritu de Adonáis-Keats se convirtió en parte del "firmamento" de las estrellas eternas, que son los espíritus inmortales de los grandes poetas. Y en la estrofa 52 escribe: “El Uno permanece, la multitud cambia y pasa; / la luz del Paraíso brilla eternamente, las sombras de la Tierra vuelan”. De esta manera, la vida en tanto que pasajera es una limitación de lo perenne: “la vida, como cúpula de cristal polícromo, / ensucia el blanco resplandor de la Eternidad”. Por eso, la Muerte es la que simboliza la gloria de la eternidad.
El propio Shelley pasa a identificarse con ese Keats-Adonáis. El viento le susurra “¡la llamada de Adonáis!”, y que  “nunca más la vida separe lo que la Muerte pueda unir”. Shelley ofrece su visión de lo que el mundo del Espíritu en contraposición al de la naturaleza, que es el de la oscuridad y el de nuestro fugar paso, frente al de la eternidad celestial; pero no una eternidad religiosa sino la del territorio del misterio y lo ignoto. Pues desde allí: “El alma de Adonáis, como una estrella, / nos guía desde la morada donde los Eternos son”.

Nota: Ya es casual –o causal– en estos tiempos que esta nueva reseña sea sobre la elegía por la muerte de un poeta realizada por otro poeta, también muerto joven y de manera trágica. 

jueves, 16 de enero de 2020

Rafael González Serrano: Las personas del verbo

En el ámbito de la gramática, el verbo está condicionado por los sujetos que lo determinan. No sólo por la concordancia –persona, número– sino por una especie de sujeción interna que los liga desde lo más hondo del lenguaje. Y esta conexión del sujeto con el verbo ocurre independientemente del modo o la temporalidad de lo enunciado.
En este libro, Las personas del verbo, Rafael González Serrano lleva a cabo una exploración, necesariamente incompleta, de las posibilidades de relacionarse entre las tres personas gramaticales y los tiempos verbales a ellas sometidos, así como de la cercanía o alejamiento del sujeto con la acción formulada. El yo, siempre aparentemente confesional, puede encerrar un distanciamiento irónico, de la misma manera que un tú puede ser la apelación indirecta a un yo actuante. El plural de primera y segunda persona implica una necesidad de identificación e integración grupal, bien sea asertiva o crítica. Mas la tercera, en estos poemas, ha sido considerada como muestra de ajenidad, cuando no, en ocasiones, de clara hostilidad. Indagación, pues, la que se lleva a cabo en estos textos sobre el lenguaje, que es tanto como decir búsqueda de su conexión con la realidad representada.

lunes, 10 de junio de 2019

Edmond Jabès: El umbral La arena (y 2)

Y si el desarraigo, la nada, el vacío, son la contraposición a los momentos vitalistas de la pasión erótica, también el humor es un arma que utiliza para combatir esas angustias existenciales, y del que el mismo declara: “el humor es la poesía, lo cómico es prosa”, atestiguando así que habita en lo más hondo de la labor poética, constituyéndola. Esa vena humorística –desde la agudeza a la mordacidad– se encuentra sobre todo en sus libros compuestos por aforismos, sentencias o apotegmas (y un tanto metaliterarios). Así en Las palabras trazan (1943-1951) escribe: “Por encima de la lluvia el sol se muere de sed”; o “una amistad tal vez no sea más que un intercambio de léxico.”  Y entre la ironía y la búsqueda del sentido de la creación literaria, están párrafos como: “La letra gasta  a la palabra que gasta a la frase que gasta al libro que gasta al escritor que se arruina” (en De lo blanco de las palabras y de lo negro de los signos 1953-56).
No es menor el espacio que en sus obras le dedica al lenguaje, su significancia y función, y a la escritura, en tanto que acto salvador, práctica que puede rescatarnos tanto de las crueldades que la existencia impone en el acontecer cotidiano como de la angustia consustancial con el ser humano, sometido a ese tránsito –una vez más, el viaje– entre la vida y la muerte. La poesía se origina en la noche –de ahí que “hacer visible la palabra” sea “ennegrecerla” para que así se identifique con su procedencia–; al borde mismo de la frontera entre lo mudo y lo explícito. Y la estrecha relación entre la vida y la escritura se manifiesta en tanto que “hay seres que, durante toda su vida, han seguido siendo la mancha de tinta al final de una frase inacabada” (de la sección Puertas de socorro, dentro del libro Las palabras trazan). Aunque también quiere recordarnos que lo dicho es contingente frente al lenguaje que, aunque nos constituya, también continúa más allá de nosotros, es independiente de nuestra azarosa presencia: “Nada más compuesta, la frase muere. Las palabras le sobreviven.” Quizá la única posibilidad de subsistencia sea esa infinita posibilidad que nos ofrece la palabra poética, puesto que “cuando los hombres estén de acuerdo sobre el sentido de cada palabra, la poesía no tendrá ya razón de ser” (también del apartado Puertas de socorro).
En su libro De lo blanco de las palabras y de lo negro de los signos incide nuevamente en el lenguaje y su naturaleza, así como en su conflictividad con el pensamiento, y expone cómo la palabra alberga la propia creación de la realidad y del tiempo. De tal forma que: “La palabra es la enemiga de la idea. La idea es el pecado original” (de la sección Las palabras extranjeras). O: “La letra desata a la palabra que desata a la imagen que desata al día” (del bloque Las ramas y la vela).
Sus poemas son en ocasiones breves –como dichos o adagios, a veces axiomáticos–, en otras, extensos, sinuosos, incluso torrenciales. La repetición anafórica encabeza estrofas de variados poemas, recordando una letanía que se basase en tradiciones religiosa judaicas. En La voz de tinta, de 1949, en el extenso poema El albergue del sueño, reproduce insistente los versos: “Con mis puñales / robados al ángel / construyo mi morada”,  reiteración con tintes surrealistas, al igual que en múltiples versos de este poemario (“monjes y escarabajos se cuelgan / al huidizo cuello de las espadas”).
Las imágenes con asociaciones inéditas, los sintagmas ilógicos, las figuras de cariz onírico, alternan en su producción con otros versos más claros y precisos, transparentes, recurriendo entonces a estribillos, paralelismos o rimas sencillas. En ese proyecto de fusión  entre la poesía y el mundo que habita la obra jabesiana, hay lugar para el encadenamiento de metáforas, las analogías telúricas o cósmicas, la generosa abundancia –incluso desbordante– de tropos, o para la concentración de sentido, lo mínimamente sustantivo del lenguaje, lo esencial que mora en la brevedad.   
La segunda parte del volumen –bastante más breve–, La arena, recoge los poemas escritos entre 1974 y 1988. Como ya se ha comentado, el desierto y, es natural, su elemento constitutivo, la arena (“toda la memoria del mundo / está en un grano de arena”), son elementos recurrentes en la obra jabèsiana. En esta sección, el espacio en blanco, la escasa presencia de la palabra, la síntesis, dibujan un paisaje casi desértico en el que el signo constituye el último refugio ante la invasión de un silencio que hace replegarse a la palabra a sus espacios más íntimos, incluso a los márgenes de las páginas, donde confundirse con la ausencia de voz. El adelgazamiento de la voz implica una búsqueda de las fronteras, justo al borde de un abismo ante el que no existe retorno (“el universo recorre la mano, desemboca en / el abismo”), porque todo se apaga, se agota: “Todas las luces fueron luces  de / polvo//… todas convertidas en polvo de luz”  –poema XIII de La memoria y la mano (1974-1980).
Frente a la nada, la mano es un símbolo que para Jabès encarna el todo, desde acariciar a matar, desde escribir a apresar; por eso la mano es la imagen de ese todo al que aspiraba y el signo último donde refugiarse en esa búsqueda en la inmensidad desértica del lenguaje y el silencio. Ya que la mano es la que trata de encontrar los caminos en el blanco de la página –sinónimo del desierto–, con el gesto de dibujar unos trazos que visibilicen el sentido oculto bajo la ausencia de forma. Si bien que esas manos –o su prolongación, los brazos– son también el instrumento para alcanzar nuestro ineluctable acabamiento: “”Sólo disponemos de nuestros brazos / para alcanzar la muerte, a nado” (del poema Siempre esta imagen).
En los poemas de esta segunda parte, es recurrente la presencia de la mano, de la arena, del desierto y del vacío. Con la mano nos aferramos a una posible salvación, pero también ello es factible al desasirnos. “Abre toda tu mano. / Esta apertura es la salvación” –fragmento VII de Mano suave para la propia herida, del libro La sangre no lava la sangre (1976). Y en El agua vuelve a reconocer cuál es el territorio propio –“El desierto fue mi tierra. / El desierto es mi viaje, / mi errar”–; afirmando más adelante a lo que en realidad nos enfrentamos: “El vacío, el vacío siempre de este lado.” El poeta concluye en La llamada acerca de su propia identidad y su condición contingente, así como de la carencia de una respuesta clarificadora: “Busca mi nombre en las antologías. / Lo encontrarás y no lo encontrarás./ Busca mi nombre en los diccionarios. / Lo encontrarás y no lo encontrarás /… / ¿He tenido alguna vez un nombre? / También, cuando muera, no busques / mi nombre en los cementerios. /… / Y deja de atormentar, hoy, a quien / no puede responder a la llamada.” 

                                                                                              © Copyright Rafael González Serrano     

jueves, 30 de mayo de 2019

Edmond Jabès: El umbral La arena (1)

Del mismo modo que otros autores como Jules Supervielle, Marguerite Duras, Albert Camus o Michel Houellebecq, Edmond Jabès es un escritor francés nacido fuera de Francia; aunque su lengua originaria es el francés, a diferencia de otros autores provenientes de diferentes lugares que escogerán ese idioma como lengua de creación literaria (como Ionesco, Cioran o la segunda etapa de Beckett, por ejemplo). Nació en El Cairo en 1912 en el seno de una familia judía francófona. Su ingente obra, fundamentalmente en prosa, se reúne en los volúmenes que constituyen el ciclo de El libro de las preguntas (1963-1973), a los que siguieron las entregas de El libro de las semejanzas (1976-1980), y El libro de los márgenes, ente otros libros. Fallecerá en París en 1991. 
En El umbral La arena (1943-1988) se reúne todas sus publicaciones poéticas, desde el primer título Construyo mi morada de 1957, donde ya se agrupa toda su obra entre 1943 y 1957, hasta La llamada de 1988 (aunque no se pueda considerar cada parte como un libro –las hay muy breves– sino más bien como una sección de un todo). Es pues este vasto volumen –setecientas páginas en la meritoria edición bilingüe del desaparecido sello Ellago Ediciones– una recopilación de toda su producción poética.
Siendo como es imposible analizar pormenorizadamente tan extenso volumen, nos centraremos en algunos de los temas mostrados recurrentemente a lo largo de algunas secciones de estas Obras completas. En la parte cuyo título general es El umbral, se incluyen las composiciones escritas entre 1943 y 1957 (viene a ser una reorganización definitiva de la primera compilación Construyo mi morada).
El libro (la escritura, la palabra, la mano que escribe) y el desierto (la arena, la errancia, la condición extranjera), serán dos de sus principales obsesiones; son las metáforas de un territorio vacío –las páginas no escritas aún, las arenas sin cruzar– que sólo puede llenar la palabra poética o el viaje; que la pisada atravesará o la mano desvelará en la frontera entre lo dicho y lo no expresado. Y a la cuestión de dónde proviene el impulso que posibilita esa tarea –el camino, la redacción–, responde Jabès: “Sabemos que somos nosotros quienes fabricamos nuestros recuerdos, pero hay una memoria más antigua que los recuerdos… Memoria de todos los tiempos que dormita en nosotros y está en el corazón de la creación.”
Y a cómo se realiza el paso desde el silencio, o el vacío –que están en el origen de todo, y quizá en el fin– a lo escrito, responde Jabès que mediante la escucha: “un temblor de la escritura lo revela a veces; ese temblor está provocado por la escucha”; la escucha del interior, o del universo. Porque el universo se halla presente en su escritura mediante una serie de vínculos entre lo telúrico, lo temporal, lo lírico: “Mis días son días de raíces, / son yugo de amor celebrado //…// La tierra flota en / vanas visiones de viaje”, poema II de La ausencia de lugar (1956). Y lo onírico y lo natural se enlazan en los contrapuntos existentes entre las diversas voces –a las que también se suma ‘El eco’–que aparecen en el poema Las llaves de la ciudad (“tus guantes de piel de océano / tus zapatos azules de sueño”). 
Un elemento esencial de su poesía es el conflicto proveniente de su condición de extranjero y, por tanto, desgajado de sus orígenes. Y de ahí la ajenidad en relación con el mundo que le rodea, y la errante condición que le lleva a tener el viaje y el camino como referentes fundamentales. El poeta yerra, recorre espacios (símbolos una vez más del vacío genésico), ya sea por tierra o por mar; y en la tierra está presente el desierto (arena, dunas), y en el mar la inmensidad del agua. Ese vagabundeo no deja de ser un éxodo permanente; de ahí que carezca de un lugar propio, de ahí “la ausencia de lugar”. ‘La voz extranjera’ toma presencia en varias composiciones, y en el poema El extranjero afirma: “El extranjero tiene dificultades para que le entiendan / Le reprochan gestos y lengua / Y por su paciente cortesía / cosecha insultos y amenazas” (recogido en La corteza del mundo, 1953-1954). O en El peregrino: “La tierra aprendida es una prisión / Los barrotes son los caminos contados” (de El centro de la sombra, 1955).
El sufrimiento, la violencia, la muerte, también transitan su obra. Así ocurre en Canciones para el almuerzo del ogro, poemas escritos entre 1943 y 1945; composiciones en las que parece inspirarse en los padecimientos sufridos por los judíos en la Shoah. “La tierra ignora a la tierra / y el corredor agotado // se derrumba al borde del cielo” (Canción de de la serpiente con lunares); y una vez más el motivo del forastero: “Con las piedras, un mundo se reconcome  / por ser, como yo, de ninguna parte” (Canción del extranjero); y abiertamente el acabamiento: “Mis dientes buscan una boca menos vacía / en la tierra o en el agua, / en el fuego. / El mundo es rojo. //…// Los jinetes de la muerte me llevan. / He nacido para amarles” (Canción del último niño judío).
En contraposición a lo anterior, el amor, la emoción, el anhelo hacia esa mujer, a la que celebra (“Hermosa… / de pies de sed por el agua calzados / Desmelenada nunca más desnuda...”), así mismo configuran su obra. En varias composiciones se dirige a esa mujer –a la que percibe en ocasiones con el cabello libremente suelto– como una instancia salvadora frente a la desolación de la nada. “Basta que un seno ruede en un pozo para que todas las aguas sean femeninas” (de los poemas en prosa de Tres chicas de mi barrio 1946-1947). En La sed del mar, poema contenido en La voz de tinta (1949), se dirige a un tú mujer, con todos sus atributos, sus identidades, sus referentes, a quien expresa su deseo de que llegue a él: “el polvo levantado del viento / aullando tu nombre / mi nombre”; y además, en esta ocasión, usando un lenguaje claro y sencillo.
Con la anáfora como recurso repetido, con el referente iterativo en la naturaleza, con el apóstrofe apasionado hacia la mujer, construye alguno de sus poemas amorosos más intensos, como ocurre en el extenso poema El fondo del agua de 1946. “Hablo de ti /…/ Hablo de ti / Una multitud responde /…/ Y sin embargo / el silencio mata como la muerte.” Y avanzando insiste: “Nada / sino la atracción del día sobre una sombra encerrada /…/ Nada / sino la caída del fuego / sobre una semilla de cristal.” Para concluir gozoso y contundente: “Hablo / para el viento en el mar /…/ para la sal en las raíces /…/ para que dure el gesto /…/ Sólo / para clavarte viva / a mi lado.”

                                                                                             © Copyright Rafael González Serrano  

martes, 12 de marzo de 2019

Gilgamesh

Gilgamesh, Palacio de Sargón II, Museo del Louvre

Entre los días 8 de febrero y 3 de marzo se ha representado en la sala Jardiel Poncela del Centro Cultural de la Villa (Madrid) la obra Gilgamesh, basada en el Poema de Gilgamesh, considerado como la primera de las epopeyas literarias de la civilización. Su protagonista era el rey sumerio histórico-legendario Gilgamesh, que pudo reinar en la ciudad de Uruk en torno al 2750 a C.
La obra, basada en un disperso material épico sumerio, fue fijada ya en época acadia o paleobabilónica como tal epopeya en un largo poema de doce cantos recogidos en otras tantas tablillas. Nos han llegado también versiones asirias posteriores de las que incluso se conoce el nombre de sus  compiladores o adaptadores. Los poemas sumerios originarios recogen dos ciclos poéticos, el de Enkidu (personaje fabulado) y el de Gilgamesh (personaje legendario pero de historicidad fundada).
En el poema se reflejan temas intemporales y de carácter universal como pueden ser la aventura, la guerra, la religión, la amistad, el dolor, el miedo, la vida y la muerte, la fama y la gloria, la relación del hombre con la naturaleza, la búsqueda de la inmortalidad, la resignación ante el destino del hombre. El poema en su proceso de fijación pasa por diversas etapas. Desde la primitiva sumeria, donde el tono mágico y religioso se haya presente; la posterior paleobabilónica, en la que se abordan los más altos asuntos –búsqueda de la vida eterna– desde intereses plenamente humanos; hasta la versión asiria, más centrada en cuestiones que afectan al hombre, ya sean tanto de índole cotidiana o moral como trascendente.
La acción –aparte de en los espacios externos donde se llevan  a cabo las aventuras, como el Bosque de los Cedros, donde se combate y vence a Humbaba– se centra en la ciudad de Uruk (en la que –salvo futuros descubrimientos arqueológicos que lo refuten– se origina la primera escritura, la cuneiforme). Ha de destacarse también el viaje al país de Dilmun, a la búsqueda de la inmortalidad, y la visita que Gilgamesh hace al Mundo Inferior en las tablillas X y XI, ello no siglos sino milenios antes de que Dante paseara de la mano de Virgilio por el Infierno.
Existen diversos planos: el divino, con toda la  cohorte de dioses: Anu, Enlil, Ea, Inanna, Nergal, Ninsun (la madre divina de Gilgamesh), los anunnaki; el heroico-mítico con Gilgamesh, Enkidu, Utnapishtim (el Ziusudra sumerio), Humbaba, el Toro Celeste; o el humano, con la hieródula (prostituta sagrada que inicia a Enkidu en el amor), o algunas vagas referencias a personajes populares. Los ámbitos eidéticos se articulan en torno a lo civilizatorio (Gilgamesh), lo natural (Enkidu), y los condicionantes humanos. Las fases del poema siguen las secuencias: tiranía del déspota; civilización de lo salvaje mediante el amor humano; la amistad y su valoración; el espíritu de aventura; el desafío a los dioses, combatiendo –y dando muerte– a sus criaturas; la muerte como castigo; la búsqueda de la inmortalidad y su imposibilidad; la resignación ante el destino.
Ciertamente en la puesta en escena se pierden ideas, concepciones o matices de un texto tan complejo como el original, si bien se debe reconocer que la representación dramática del poema sigue bastante fidedignamente el desarrollo del mismo. Y puede que no sea esencial entrar en consideraciones del tipo de si se debería haber depurado la versión escénica a fin de homogeneizar la terminología usada, dada la profusión de nombres sumerios empleados: Anu, Enlil, etc.; y así, en lugar de mencionar al acadio Shamash (dios del sol) nombrar  al sumerio Utu; o en vez de la constante presencia de la diosa asirio-babilónica Isthar, citar a su predecesora, la sumeria Inanna; (las alusiones al akitu, festividad del año nuevo, tienen sus referentes tanto en la época sumeria como en la celebración en honor del dios babilónico Marduk).
Mas si la temática sigue en buena medida la contenida en el original en esta escenificación, es evidente que algún asunto se desliza de una manera un tanto espuria. Resulta bastante inverosímil que en un texto del tercer milenio antes de Cristo –al menos los primeros poemas lo son– se presente de una manera abiertamente explícita el tema de la homosexualidad, como se nos pretende mostrar en la pieza dramática al proponer sin ambages la relación erótica entre Gilgamesh y Enkidu. Hay cuestiones que no deberían plantearse –por muy tentado que se esté a dejarse arrastrar por lo que sólo el interés personal vislumbre como una ocasión propicia–, al menos si se quiere mantener una cierta coherencia y una mínima honestidad intelectual.
No obstante, a pesar de esta objeción, es elogiable que en estos tiempos se haya llevado a cabo la teatralización de una obra tan esencial de la cultura universal. Obra en la que ya se recogen todos los motivos que a lo largo de la historia se han ido planteando en las más elevadas manifestaciones de la creación literaria. Es una apuesta arriesgada en un panorama cultural en el que se deambula entre la banalización consumista y la castradora corrección política, censora de cualquier manifestación incómoda para las ideas dominantes.     
Los condicionantes escenográficos –pequeño espacio, carencia de decorado– hacen que la imaginación haya tenido que agudizarse en la dirección escénica: así la luz, la música, la danza, el vestuario, la utilería, etc. han contribuido a llenar ese espacio desnudo de la más mínima tramoya. Es de reconocer el esfuerzo –vocal, físico, gestual– con que se han empleado los actores –algunos representando a varios personajes–, en especial el trabajo más que solvente del que encarna a Gilgamesh; aunque también habría que señalar las limitaciones tímbricas del que da vida a Enkidu, el más flojo sin duda del elenco.
             © Copyright Rafael González Serrano

lunes, 21 de enero de 2019

John Ashbery: Autorretrato en espejo convexo

Nacido en Nueva York en 1927 publica Autorretrato en espejo convexo en 1975. Anteriormente habían aparecido poemarios como El juramento de la pista de frontón (1962), Ríos y montañas (1966) o El doble sueño de la primavera (1970); posteriormente verán la luz Una ola (1984),  La tormenta de hielo (1987), ¿Oyes, pájaro? (1995), Susurros chinos (2002) o Un país mundano (2007). Autor también de libros en prosa y traducciones morirá en Nueva York en 2017.
La obra Autorretrato en espejo convexo, en su edición original, consta de varios poemas, incluido el que da título al libro. Hay una edición española que se ajusta a esta versión, pero, dado que la composición central es lo suficientemente extensa –casi seiscientos versos– y compleja, utilizaremos la publicación en español que sólo recoge dicho poema ciñéndonos a la lectura de ese único poema.   
El cuadro homónimo del Parmigianino (Francesco Mazzola), le sirve de referente para plasmar toda una serie de temas y registros. Así inicia el largo poema con un tono descriptivo: “Como hizo el Parmigianino, la mano derecha / más grande que la cabeza, adelantada hacia el espectador / y, replegándose suavemente, como para proteger / lo que anuncia.” Y pasa a analizar la mirada y lo que existe detrás de ella: “el alma es un cautivo… // mantenido en suspenso, incapaz de avanzar hasta mucho más allá  / de tu mirada.” Nos muestra el alma encerrada en la imagen: “Ahí seguirás, intranquilo, sereno en / tu gesto que no es abrazo ni aviso / pero que encierra algo de ambos en pura / afirmación que no afirma nada.”
Mas en la observación también se percibe la futilidad de lo reflejado, la inanidad que habita tras una mirada aparentemente escrutadora: “Veo tan sólo el caos / de tu espejo redondo que lo organiza todo / en torno a la estrella polar de tus ojos que está vacíos, / no saben nada, sueñan paro nada revelan.” Si bien que el sueño es uno de los vectores que conforman la existencia y gracias a él podemos encontrar la belleza de las formas: “Las formas conservan / una fuerte dosis de belleza ideal, porque / las nutren nuestros sueños.”
Lo meditativo convive con la introducción de diversas voces y perspectivas: así utiliza referencias y citas de Vasari, Freedberg, Berg, que le sirven e de excusa para reflexionar sobre el arte en sus distintos periodos, así como para desvelar cuáles puedan ser las confluencias y contrastes con el presente. Todo ello constituye un mosaico de diálogos que trata de reproducir las propias interioridades de la mente humana.
Entre el pintor autorretratado y el espectador se llega a producir un juego de miradas donde no se sabe muy bien quién es realmente el observado: “Lo hemos sorprendido / trabajando, pero no, él nos ha sorprendido / mientras trabaja.” Se puede pensar que el Parmigianino nos está mirando pero, en una nueva consideración sobre nuestras diferentes perspectivas, se podría también afirmar que se estuviera mirando a sí mismo, por eso uno se sentiría “confundido por un momento / antes de darte cuenta de que el reflejo / no es el tuyo.”
El tiempo es inaprensible en un presente que se escapa a todo intento por controlarlo racionalmente: “El mañana es fácil, pero el hoy está inexplorado, / desolado, reacio como cualquier paisaje / a rendir lo que son las leyes de la perspectiva.” Sin embargo, ese presente sí que nos atrapa en sus redes –en tanto que avistamos un futuro siempre postergado y que no llega nunca–; y por eso “del presente estamos escapando siempre / y volvemos a caer en él”. Se presenta la vida como un ineluctable presente continuo al que estar sometidos.
La contradicción y conflicto entre las cosas existentes de la realidad (sobre todo en su esencialidad) se constata porque “el principio de cada cosa individual es / hostil a todas las demás y existe a costa de ellas”; e, incluso, el amor carece de finalidad y de él sólo podemos afirmar su desconocimiento, puesto que del amor “sabemos que no puede intercalarse entre dos momentos adyacentes, que sus meandros / no llevan a ninguna parte… // y que [ellos] desembocan en una vaga / sensación de algo que no puede conocerse nunca”.
Lo reflexivo, el tono introspectivo, se funden con una expresión discursiva, con referentes metaliterarios, con excursos explicativos. Su flujo poético se cimenta en visiones de la realidad que, a su vez, se transforma y puede incluso desaparecer; parece como si fuéramos imágenes de un recuerdo, de algo que pudo haber sido; o actores involuntarios de un sueño. El propio poeta afirma que se actúa sin ser consciente, movido por la necesidad que sortea nuestras resoluciones para “crear algo nuevo / por su cuenta.” La poesía de Ashbery se sustenta en algo inaprensible, ya que ni él mismo puede explicar  “la razón de que todo haya de reducirse a una sola / sustancia uniforme, un magma de interiores.”         
                                                                                               © Copyright Rafael González Serrano 

sábado, 6 de octubre de 2018

Jules Supervielle: El forzado inocente

Jules Supervielle (Montevideo, 1884) publica El forzado inocente en 1930. A pesar de su lugar de nacimiento, sus orígenes son franceses por serlo sus padres, aunque quedó huérfano a los ocho meses y fue criado por sus tíos. Además, toda su producción literaria será en francés. Ya había publicado antes Poemas (1919), Muelles (1920) o Gravitaciones (1925), aparte de otros libros juveniles. Le seguirán Amigos desconocidos (1934), La fábula del mundo (1938), Memoria olvidadiza (1949) o El cuerpo trágico (1959). Autor también en prosa escribió obras teatrales, memorias o novelas como El hombre de la pampa (1923), El ladrón de niños (1926) o El superviviente (1928). Murió en Paris en 1960.
El forzado inocente consta de diez secciones de diversa extensión. Dos de ellas Oloron-Sainte-Marie y Asir– fueron publicadas como libros independientes en 1927 y 1928. La temática varia de una sección a otra: así la muerte se halla presente en Oloron-Sainte-Marie, la imposibilidad de la posesión en Asir, el misterio y el anhelo de vivir en Detrás del silencio, el aspecto conflictivo de la identidad en Rupturas, la angustia en Miedos o la confrontación con el mundo adulto en La niña recién nacida.
Ya desde el título se asiste a la armonización de contarios (el oxímoron de El forzado –o “condenado” o “culpable”– inocente está constituido por una pareja de antónimos, como también ocurre en algún otro libro suyo como Amigos desconocidos). Y así se inicia el extenso poema –El forzado– que da inicio a la primera sección: “Ya sólo veo el día / a través de mi noche.” Lo cotidiano y la naturaleza –objetos, ríos, montes, árboles o el propio hombre y su espacio más íntimo, el corazón, se hallan entre sus cuestiones, pues un poeta de las preguntas. Y le reclama a la piedra –ese “falso hueso de la tierra” que busque dentro de ella y le transmita su poder, en esa búsqueda de algo inmutable frente a tanto signo de lo perecedero, pues hasta el astro diurno “sólo tiene la noche como fin” (Sol).
En la segunda sección, Asir, el deseo de tomar y retener –ya sea un objeto, el tiempo, una situación, un espacio o el mismo amor está destinado al fracaso pues siempre escapará: “Asir, asir, la tarde, la manzana y la estatua, / asir la sombra / el muro y el final de la calle…”, para concluir: “Manos, os gastáis / en este juego grave. / Será preciso un día / cortaros, cercenaros” (Asir). Y no menos doloroso se muestra el recuerdo del amor: “Tan lejos de ti estoy en esta soledad / que para acariciarte / uno por un momento la muerte con la vida.” La búsqueda llevada a cabo se muestra estéril: “Busco a mi alrededor más sombra y suavidad / de las que se precisa para ahogar a un hombre / en el fondo de un pozo.” La actitud escéptica del poeta se resuelve en ocasiones en una postura estoica: “No vuelvas la cabeza… // No te muevas y espera a que tu corazón / se despegue de ti como pesada piedra.”
La muerte es la temática central del conjunto de poemas de Oloron-Sainte-Marie. Por “la ciudad de mi padre” deambula el poeta (en esa ciudad murieron sus padres cuando contaba pocos meses) buscando a esos “muertos de andares secretos”; esos muertos que han “acabado ya con los labios, sus razones y sus besos.” Mas en ellos encuentra una clara identidad con los vivos: “Nada es más cierto en nosotros  / que el frío que se os parece” (Oloron-Sainte-Marie). Aunque también les apela para que no se inmiscuyan en los asuntos de los vivos: “No os entremezcléis en nuestros pensamientos / como la sangre fresca en las bestias heridas” (Súplica).
La búsqueda de la identidad, el distanciamiento y la pérdida de uno mismo, constituyen los motivos del apartado Rupturas. La duda sobre el propio yo se haya presente: “Soy yo quien está sentado / en el talud de la noche?”; y en Despertar afirma que “Se instala el día a mi lado / pero me emplaza el olvido. / Cuando me acerco al espejo / no encuentro nada de mí.” Aunque apela a otros yos, como los de los diversos lugares vividos, cree que logrará alcanzar la identidad a través de una voz que lo reconozca; mas esa voz “que me prometía un rostro y unas manos” calla.
Si la distancia, la ausencia, nos constituyen, también los temores nos habitan (como en la sección Miedos). Y la inquietante ambigüedad del pronombre “lo” hay que rechazar:”No hay que decirlo / ni siquiera nombrarlo” (Lo); ese “lo” es lo repudiable, ahí donde no hay ni que “acercarse”. Frente a ese lugar de la desazón defiende con orgullo el espacio de la soledad: “Dejad el cuerpo de este hombre en paz / jamás vosotros encontraréis / las lejanías que están el él.” Mas para encontrar una salvación habrá que adentrarse por los territorios de la certeza –que siguen a los del misterio–, y que bien pueden adivinarse cuando se cruza el umbral de la noche. Sobre ello versa el apartado Detrás del silencio: “Creemos coger una mano [cuando] nos inclinamos hacia la aurora”; pues en el amanecer cabe albergar la esperanza: “Se alza el día sobre el puerto / y arrastra el mundo tras él /…/ Me he mantenido con vida en la noche viscosa.”
Más volcado hacia el mundo externo, reivindica en Las Américas una América virgen  –“Devolvedme la América / del Atlántico y el Pacífico / y su gran cuerpo al viento”– frente a una “América convertida / en frágil mano de piedra / separada de una estatua” (Metamorfosis). Y aboga por lo primigenio y no hollado: “Yo busco una América ardiente y umbrosa /…/ con unos océanos que la toquen de cerca.” Pero en el apartado La niña recién nacida vuelve a mostrar el poeta sus recelos hacia el mundo adulto, que supone una amenaza para la inocencia infantil: ante las miradas extrañadas, la niña les insta a “que se vayan, que se vayan / a su país de ojos fríos”; e intuye que tiene “que poner orden / entre todas las estrellas / que tengo que abandonar.”         
Supervielle explora las contradicciones de la existencia humana para intentar armonizarlas, así como sus oscuridades para tratar de iluminarlas. A una afirmación le sucede una cuestión; la duda es su certeza pues no parece creer en respuestas categóricas, definitivas. Busca conciliar los contrarios. La imagen es su herramienta recurrente, usando a veces asociaciones de imágenes que pueden resultar peculiares, pero cuya finalidad es estar al servicio del proceso poético. Y si en sus poemas tiene que abordar variadas contradicciones y generar la sucesión de preguntas que la dinámica escritural reclama no rehúye llevar a cabo tamaño esfuerzo creativo.

                                                                                            © Copyright Rafael González Serrano   

martes, 26 de junio de 2018

Yves Bonnefoy: Principio y fin de la nieve

Publica Yves Bonnefoy (Tours, 1923) Principio y fin de la nieve en 1991 cuando ya poseía una larga trayectoria poética. Había publicado con anterioridad Del movimiento y de la inmovilidad de Douve (1953), Desierto ayer reinante (1958), Piedra escrita (1965), En la trampa del umbral (1975), Lo que no tenía luz (1987); posteriores son poemarios como Las tablas curvas (2001) o La larga cadena del ancla (2008). Autor también de un extenso número de libros de narrativa, ensayo literario, estudios sobre arte, traducciones o un diccionario en cuatro tomos sobre mitología, recibió diversos premios, falleciendo en Paris en 2016.   
Principio y fin de la nieve se estructura en cinco partes. La primera La gran nevada está constituida por quince poemas, la mayoría de ellos titulados; la segunda, Las teas, consta de un solo poema; así mismo la tercera, Hopkins Forest, consiste en un único extenso poema; la cuarta, Todo, Nada, son tres poemas numerados; y la quinta, La única rosa, contiene cuatro poemas también con numeración.
Bonnefoy crea un espacio donde la nieve es protagonista, constatando que esa nieve y la totalidad de lo que la rodea –es decir, la realidad– están en la propia experiencia del autor. “Temprano, esta mañana, la primera nevada. El ocre, el verde / se refugian debajo de los árboles.” La voz poética mira y describe las cosas que le rodean, para así constatar el ámbito de lo real. Mas lo que se ve puede también ser origen de confusión ya que “las sombras y los sueños tiene el mismo peso.” El sueño es un elemento recurrente en el poemario, así se preguntará “¿Por qué clarearán / ciertas palabras / cuando una sólo es noche / y la otra un sueño?” (De natura rerum).
La levedad de la nieve simboliza el retorno a una inocencia primigenia, donde poder decir sin que las palabras se encuentren contaminadas por su carga significativa, y así acudir al reencuentro con un tiempo ilimitado: “A ese copo / que en mi mano se posa, le deseo / asegurar lo eterno / haciendo de mi vida y mi calor, /… / simplemente un instante: este mismo, sin límites” (Un poco de agua).
A la par, la imagen de la levedad de la nevada instaura un “desanudarse el cielo” para que así se pueda captar la transcendencia de lo existente, precisamente por lo que la transparencia, es decir, la simultaneidad de la presencia y la ausencia, pueda significar. En referencia a Aristóteles el autor afirma que “lo que vale es la transparencia”; y eso hay que expresarlo “en frases que resuene como un rumor de abejas / o como un agua clara.”
En el puro acto de la designación de las cosas elementales puede surgir la tentación de abandonar ese mundo observado; de aquí que Bonnefoy –en primera persona y como contraposición–, muestre también la pesadez, simbolizada en ese “hierro roñoso”: “Avanzo. Pero al hierro / roñoso se me engancha / la bufanda, y se rasga / en mí el paño del sueño” (El jardín). Una experiencia de la plenitud no sería posible mediante una evasión de la realidad, aunque el sueño no le abandone a lo largo de aquella.
En Las teas establece un paralelismo entre nieve y palabra, presentando la escritura como fuego surgido en la palabra, para concluir: “¿Pero acaso sabemos / si oímos tal palabra o la soñamos?” También en Hopkins Forest se halla esa identificación: “Igual que una nevada, / yo pasaba las páginas.” Aunque reconoce que la realidad ha sido agredida por el lenguaje (ese “mundo que el lenguaje ha devastado”). La conflictividad que reconoce entre esos dos ámbitos, puede resolverse en ese espacio, Hopkins Forest, donde “este suelo se abre / al infinito”, para que ya no haya “ni arriba ni abajo.”
El reconocimiento de las cosas comporta un mayor grado de conciencia de la realidad, abriéndose así a la vida; lo que supondría una manera de decir “que ya no se estuviese en el lenguaje solo.” La referencia a la nieve en primavera es, a la par, a la renovación de la vida donde “el niño / es el progenitor de quien lo toma / en sus manos de adulto una mañana y lo alza / en el asentimiento de la luz” (Todo, Nada, I). Ofrenda pues a ese renacimiento. Y afirmación: “Sí a escuchar, sí a hacer mío / ese venero, el grito de alegría palpitante.”; aunque “el temblor de la alegría en la escritura  es / sólo una sombra, acaso la más clara, / en palabras que siguen recordando” (Todo, Nada, II).
El reencuentro con lo existente se muestra en los cuatro poemas que constituyen La única rosa, en los que se narra, por parte de la voz poética, una secuencia en la que se describe la vuelta a una ciudad y el reconocimiento de los lugares identificados con la infancia, constatando “el ruido de las abejas / en el ruido de la nieve” (las abejas son recurrentemente un signo de lo real a lo largo del poemario); y lo que decían las abejas “parecen reflejarlo las infinitas lámparas”. Aunque de nuevo la duda le haga sospechar que está “durmiendo, y sueñe, y vaya por caminos de infancia” (La única rosa, III). Y que del encuentro con la realidad se concluya que “la nieve pisoteada es la única rosa.”
La experiencia de la plenitud al fin es posible precisamente debido al ejercicio de escritura llevado a cabo por la voz poética, a ese encuentro que se efectúa entre la “nieve” y la “palabra”; ya que sólo lo escrito se proyectará más allá de la existencia efímera de las cosas. Frente a la presencia eventual de una nevada, Bonnefoy ofrece la permanencia del poema: “Nieve / que has cesado de dar, que ya no eres / la que viene sino la que en silencio / espera… / hemos notado, en los cristales / empañados… / tu resplandor sobre la mesa grande” (Las teas). Un libro sobre la búsqueda y el hallazgo, con la iluminación del verbo, pues, en palabras del autor, “para el que busca, incluso si sabe que ningún camino le guía, el mundo en torno será una morada de signos.”

                                                                                                © Copyright Rafael González Serrano

miércoles, 28 de marzo de 2018

Tadeusz Różewicz: Inquietud

En 1947 publica Tadeusz Różewicz (Radomsk, Polonia, 1921) su libro de poemas, Inquietud (según otras traducciones, Ansiedad). Antes había dado a la luz su primer libro de poemas, Los ecos del bosque en 1944, Luego vendrían El guante rojo (1948), La llanura (1954), Conversación con el príncipe (1960), La voz anónima (1961), El rostro tercero (1968), Regio (1969), Una pobre alma (1976), En la superficie del poema y en su interior (1983), Deslumbramientos (1987), Siempre un fragmento (1996), etc. Dramaturgo también, escribió piezas teatrales como El fichero (1968), La vieja dama espera sentada (1969), Matrimonio blanco (1975) o En el foso (1979). Murió en Wrocław en 2014.
Inquietud, aparecido tras la Segunda Guerra Mundial, es en gran medida tanto una reflexión como una respuesta a los horrores de los que había sido testigo. Tiene la certeza de haber vivido “un fin del mundo”, y al verse salvado no puede evitar el preguntarse sobre esta experiencia límite. Así ocurre en su poema Salvado donde escribe: “Tengo veinticuatro años / me salvé / cuando me llevaban al matadero. // Estos son hombres vacíos y unívocos: / el hombre y la bestia / el amor y el odio / el enemigo y el amigo / la obscuridad y la luz”. Da igual apelar a las virtudes que a las maldades porque “las nociones son sólo palabras”. La salvación se hallaría en el encuentro con un guía ético: “Busco a un preceptor y maestro / que me devuelva la vista el oído el habla /… / que separe la luz de la obscuridad.”
Pero el poeta no se excusa y, recordando su pasado reciente, su propia vivencia,  no sólo se considera víctima sino también culpable: “tengo veinte años  / soy asesino / soy un instrumento / tan ciego como la espada / en la mano del verdugo.” (Lamento).  El sujeto poético no encuentra un receptor superior –aunque lo busca como quedó señalado–; y una negación tan absoluta le obliga a intentar acercarse al ser humano que sufre, ya que otra posibilidad no sería sino la desesperación.
El sentir religioso es otro tema que aparece en sus composiciones aunque sea con un significado negativo de refutación, como evidente consecuencia de las atrocidades observadas y padecidas: “No creo en la transformación del agua en vino / no creo en el perdón de los pecados / no creo en la resurrección del carne” (Lamento); o como constatación de las monstruosidades infligidas a la inocencia, ya que “engañaron”, “escupieron”, “condenaron”, “colgaron”… a ese “cordero blanco / que quitaba / los pecados del mundo” (Blancura, en clara referencia al Agnus Dei qui tollis peccata mundi).      
Los horrores de la guerra, las crueldades de la historia, reaparecen una y otra vez, estando presentes en diversos poemas como Trencita (“Bajo los vidrios limpios / yacen los cabellos rígidos de los asfixiados / en las cámaras de gas”), o Testigo: “Cómo es posible escribir / sobre el amor / escuchando los gritos / de los asesinados y deshonrados / cómo es posible escribir / sobre la muerte / mirando las caritas / de los niños.”
Mas entre tanta miseria también reivindica la cruda verdad de la carne humana, de la decadencia como espacio de creación poética, pues rechazando los pretéritos valores estéticos se inclina por una ética desilusionada (el pesimismo existencial se manifiesta con insistencia en este libro). Por ello considera que “el poeta del basurero está más cercano a la verdad que el poeta de las nubes”. Y en el poema El cuento de las mujeres viejas expone la vejez como contraste y confirmación del estado del mundo tras la hecatombe de la guerra. En él afirma: “Me gustan las mujeres viejas / las mujeres feas / las mujeres malas” porque “son la sal de la tierra // no aborrecen / la basura humana.” En consonancia con un tiempo en el que el mundo se ha convertido en un estercolero al haberse derrumbado toda dignidad humana.
La contraposición –o alternancia– ente la vida y la muerte también se haya presente en varios poemas. Ya desde el inicio, en Rosa, las confronta: “Rosa es una flor / o el nombre de una muchacha muerta.” O en Rehabilitación después de la muerte en donde “Los muertos se acuerdan / de nuestra indiferencia / los muertos se acuerdan / de nuestro silencio / los muertos se acuerdan / de nuestras palabras”, pero al final, “los muertos no nos rehabilitarán.” Sin embargo, la vida es antagonista de la finitud como un don salvífico y genésico: “Después del fin del mundo / después de la muerte / me encontré en medio de la vida”, y comienza a crear el mundo nombrando las cosas, bien que “la vida humana tiene gran peso / el valor de la vida / supera el valor de todas las cosas” (En medio de la vida).
Como no podía ser de otra forma, la propia práctica poética es objetivo de sus composiciones. Para censurar la actividad de ciertos colegas: “juegan // olvidan / que la poesía contemporánea / es lucha por el aliento” (Liberación de la carga); o cuestionar si tiene sentido hacer poesía en los tiempos presentes: “Los poetas muertos / se van rápidamente / los vivos / arrojan / de prisa / nuevos libros / como si quisieran tapar con papel / un hoyo” (Desde hace un tiempo).
Pero también reflexiona sobre su propia tarea creativa; dónde tiene su origen, cuál es su viabilidad, qué valor pueda tener y qué finalidad conseguir. “De la grieta / entre yo y el mundo / entre yo y el objeto / de la distancia / entre el sustantivo y el adjetivo / intenta salir / la poesía” (En el teatro de sombras). Y en el poema Mi poesía expone una especie de poética: “nada explica / nada aclara / no renuncia a nada //… // obedece a su propia necesidad / a sus posibilidades / y limitaciones //… // abierta para todos / exenta de misterio / tiene muchas tareas / que nunca podrá cumplir.” Propone, pues, una poesía humilde, cotidiana, ética, franca y consciente de sus restricciones.          
Se ha considerado a Różewicz como creador de una “antipoesía”, quizá en una interpretación demasiado libre de una afirmación suya tan contundente como que “la poesía está muerta”. Este categórico veredicto ciertamente se dirige a una poesía del pasado, la de la palabra bella y metafísica. En el nuevo quehacer, el de una poesía consustancial con la situación posbélica, debían buscarse nuevos medios  acudiendo a una palabra despojada de toda retórica y que vaya directa al tema, haciendo uso de elementos como el monólogo interno, el diálogo, la descripción o, incluso, no poéticos (las referencias, las citas de autores, etc.). En poemas austeros, sin metro, rima, casi sin metáforas; despojados de cualquier ornamento, a fin de no apartarse del objetivo de reflejar la pérdida de normas morales y de valores sufrida por el hombre tras la devastadora contienda.      

                                                                                                © Copyright Rafael González Serrano

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