In memoriam
(a un año de su muerte)
Conocí
a García Calvo a finales de los setenta. Fue en la facultad de Filología de la
Complutense, una vez repuesto en su cátedra, y gracias a unos compañeros más
avisados que yo. Sin estar matriculados en sus asignaturas, asistimos a algunas
de sus clases (nos seducía esa aureola de iconoclasta que le rodeaba). La de
cuarto, sobre gramática, sintaxis y prosodia latina era puro sánscrito; mucho
más asequible era la de primero, donde se traducía a autores latinos. Incluso
en alguna ocasión –no más de tres para mí– fuimos a tomar el aperitivo al
acabar la mañana, gracias a la confianza y amistad con él de compañeros como
Antonio (hijo del catedrático Blanco Freijeiro) y Marta (la hija de Sánchez
Ferlosio). Ni que decir tiene que la generosa invitación se debía al
catedrático, y que algunos interveníamos más bien poco en la charla, que era
variopinta y poco académica. (Por cierto, los mencionados compañeros
fallecieron desafortunadamente a temprana edad).
García
Calvo fue gramático, lingüista, traductor, poeta, ensayista, narrador,
filósofo, dramaturgo, recitador y orador, sin ser ninguna de esas cosas, como
él hubiera dicho y preferido (mucho más radicalmente hubiera rechazado el
calificativo de intelectual), pues toda su aventura de pensamiento y creación
se movía entre el ser y el no ser (como rezaba uno de sus textos emblemáticos Sermón de ser y no ser). La referencia
es, obviamente para cuestionarlo, al principio de verdad de Parménides, el ser es y el no ser no es.
Precisamente fue un experto en la traducción, lectura e interpretación de los
textos filosóficos de los presocráticos (Lecturas
presocráticas).
García
Calvo rechazaba todo tipo de Fe (con mayúscula, como le gustaba escribir). Y no
se refería a la religiosa (aunque quizá todo sea Religión), sino la fe en el
Progreso, el Dinero, la Ciencia –uno de los nombres actuales de Dios– o la
Cultura, entre otros ídolos. Su tarea era la de la negación, la de destruir
cualquier ilusión –en el sentido de engaño– que se presentase a los ojos de esa
razón común que hablaba por nuestra boca, ya que lo que latía por debajo de
cualquiera –que es como decir de todos– era lo que podía tenerse verdaderamente
como pueblo, lo común, lo que no puede ser sometido a plan o cálculo. Sin ser
nombrado ni contado, porque si no ya se entra en las estadísticas (implacable
instrumento del Poder). Porque nombrar una cosa ya es hablar contra ella (El
amor por amor es mudo; Canción 82).
También
arremetía contra lo que él llamaba el Régimen –que no hacía referencia a un pasado
más o menos cercano–, sino a lo que podría entenderse como el sistema actual,
que en el mundo contemporáneo no es otro que el Sistema Democrático,
parlamentario y occidental (evidentemente no consideraba totalitarismos
comunistas o teocracias fundamentalistas). Porque otra de las bestias negras
del escritor era el Estado –ya lo analizó en uno de sus escritos, Qué es el Estado– y el subsiguiente
Poder. Y el Individuo, que no era sino el reverso del Poder, de tal suerte que
Individuo y Poder constituían un todo indisoluble. Ese Yo que venía a ser un
correlato individualizado del Estado impositor: mi Personalidad frente a las de
los otros afirmando su hegemonía. Al fin la alianza de Estado e Individuo
aunados en el Todo, y, por tanto, enemigos de lo común y la vida
indefinidos. (No en vano, a esa individualidad, nombre y apellidos, el escritor
en los últimos años la ponía entre interrogantes).
García
Calvo también libró una denodada batalla contra el Tiempo –uno de los plurales
nombres de Dios–, y con su máxima representación coercitiva que es el Futuro,
el auténtico reino de la Muerte. Aplazar todo en aras de un Futuro que, por
definición, no ha de llegar nunca, es abandonarse al imperio de la Muerte, que
es lo que nunca ocurre, porque lo que mientras tanto está pasando es vida, y al
no hacerle caso, al no prestarle atención, la estamos hipotecando en aras de
una Muerte siempre futura, ya que es lo por venir. Y la Realidad es
precisamente el dominio de esa Muerte. De
Dios y Contra el Tiempo son dos
libros que analizan con rigor y profundidad estas líneas de fuerza, estos
vectores fundamentales, de su pensamiento.
La
Realidad se presenta como lo que hay cuando no es más que una construcción
abstracta debida a las ideas que se superponen a las cosas concretas. Y la
forma de producir esa Realidad no es otra que mediante el lenguaje. Este es
dual; pues si, por un lado, contribuye a crear la ilusión de que todo puede ser
nombrado y, por tanto, saberse, por otro, es usado por todos de manera común
porque no es de nadie y, en consecuencia, es la expresión popular (de la gente,
lo que quede de pueblo por debajo de los individuos) que cuestiona que la
Realidad abarque todo lo que se da y lo conozca al nombrarlo. Y además
padecemos, en esa Realidad, la creencia ilusoria de que todo puede ser nuestro,
cuando nada ni nadie nos pertenece (Libre te quiero /... / Pero no mía;
Canción 10).
Pero
si la mudez es una forma de oponerse a lo dado (al modo de los ascetas o los
ermitaños), no puede decirse que García Calvo callase: su voz era torrencial e
irrefrenable en charlas, conferencias, coloquios, tertulias (como las
mantenidas en diversos cafeterías y, en los últimos tiempos, en el Ateneo de
Madrid), así como en la propia profusión de sus textos de toda índole y
temática (habré leído veintitantos títulos suyos, pero los libros publicados
deben superar los sesenta; ya perdí la cuenta). Fue un conversador impenitente
contra todo, y quizá esa permanente verbosidad fuera también una forma de
oponerse y rebelarse frente al totalizador Imperio de la Muerte. Porque la
actitud del pensador fue la de un constante rebelde, en una época de
aceptaciones y transigencias (pues hoy ciertas “rebeldías” no son sino puro
desahogo testimonial, cuando no estéril ira).
El
Capital, que no es sino el otro rostro del Estado, así mismo sufrió sus
embates, mas no al modo de los tartufos que despotrican de él y fundan
sociedades, empresas y negocios (y es que ser crítico de salón –o columna
periodística– es bastante cómodo). La aceptación generalizada del Consumo y el
Despilfarro es una las formas de estar integrado, de no desertar del mundo de
las prisas, y de devorar insaciables todo tipo de gadgets tecnológicos. Habría
que releer el –no por escrito hace tiempo menos inactual– Comunicado urgente contra el despilfarro. Y si hay algo que se ha
convertido en pasto del consumo, eso ha sido la Cultura, con todos sus
mecanismos de producción y representación. De ella recelaba, en ella no creía,
pero en ella –lo quisiera o no– participaba.
Porque
García Calvo ha sido una personalidad arrolladora (en contradicción con su
rechazo del Individuo, de ese “Agustín García” de los papeles, como él decía);
ha sido una figura cultural (con sus disertaciones y sus escritos),
interviniendo en la dinámica productiva de cultura, mal que le pesase; hasta
incluso ha contribuido a fomentar la actividad comercial y empresarial de
cultura al fundar su propia editorial, Lucina (en referencia a la diosa romana
de los partos), con todo lo que eso conlleva (producción, distribución, promoción).
Y ha tenido algunos discípulos, como buen maestro (el Savater, que luego le
negó, Félix de Azua, Chicho Sánchez Ferlosio, Amancio Prada…). Es cierto que,
en buena medida, no incluía los tics culturalistas en sus escritos: profusión
de citas de autoridad, abrumadora carga erudita, etc. (sólo, a parte de los
autores que estudiaba, había alguna referencia a Greimas o a algún otro
gramático; o a su admirado Juan de Mairena).
Enemigo
de la Administración, ha recibido algún premio institucional y, lo que es una
curiosa anécdota, aceptó la elaboración de la letra del himno de la Comunidad
de Madrid que le propuso Leguina (lo que realizó con acertada ironía).
Sospechando de los medios, no dudó en intervenir con sus artículos en ellos (El
País, Diario 16, La Razón); artículos luego recogidos en diversos volúmenes. Y
si despreció la televisión (si no sales en la pantalla, no existes), sin
embargo, aparece en cientos de páginas de Internet. Su gigantesca figura no
quedará por ello ensombrecida; pero, quien se posiciona contra todo, tiene que
pagar también su peaje de contradicciones si quiere intervenir en esa refutable
Realidad. Si no, lo que tendría que hacer es optar por el silencio.
Después
de leerle durante bastante tiempo, dejé de hacerlo. Puede que meramente por
circunstancias. He considerado decisivas y muy fértiles en mi formación sus
ideas, profundas y lúcidas; quizá despertasen en mi lo que yo ya intuía, o
reforzasen ciertas convicciones. Es cierto que ahora no me identifico con
algunas de sus ideas; o sí, pero con matizaciones. Uno debe despojarse hasta de
la influencia de un gran maestro. La última vez que hablé con él fue bastantes
años después de la Universidad. Se encontraba en una caseta de la feria del
libro madrileña (estaba en el ajo, por tanto, de las firmas, las ventas, etc.).
Hablamos lo que se puede en estas situaciones. Al recordarle la época
pretérita, los compañeros, las actividades, acertó a decir: “¡qué tiempos
aquellos!”
No
obstante, a pesar de su postura (o precisamente debido a ella), García Calvo ha
sido una de las mentes más relevantes del panorama contemporáneo español, un
pensador con un sistema tan sugerente como difuso, un creador original y
fecundo (imprescindible, en poesía, sus Canciones
y soliloquios), una inteligencia penetrante y aguda a la altura de los más
grandes nombres de la cultura (la sola mención de ese nombre le hubiera
horrorizado). Su condición de raro, inclasificable, incluso de extravagante
–alejado de los circuitos académicos, de los círculos de poder cultural y social,
de cualquier oficialidad–, hará que seguramente no tenga el reconocimiento que
se le debería otorgar, ni que su nombre forme parte del exquisito elíseo de las
más insignes figuras creativas; ni que se le rindan homenajes oficiales o
entradas extensas en manuales al uso.
© Copyright Rafael González Serrano