lunes, 13 de junio de 2011

Anna Ajmátova: Requiem

Anna Ajmátova inicia su extenso poema Réquiem en 1935, pero lo escribe en su mayor parte entre 1939 y 1940. Los versos iniciales los añade en 1961, y en ellos concreta su situación: “No me amparaba ningún cielo extranjero”, sino que “Estaba entonces entre mi pueblo”. Sigue En vez de prólogo, exordio donde plasma el compromiso moral adquirido de contar lo vivido, personal y colectivamente. Por eso, la Dedicatoria será a las compañeras en la desdicha, desoladas ante las celdas que aíslan a los presos. Luego viene la Introducción, que sitúa el marco histórico: “En aquel tiempo sonreían/ sólo los muertos ...”, “Nos vigilaban estrellas de la muerte”.
Continúa el poema propiamente dicho dividido en diez composiciones y un epílogo. La composición 10, que lleva el esclarecedor título Crucifixión, se divide en dos poemas; el epílogo, también.
El poema 1 es el primero escrito, y está dedicado a Osip Mandelshtam: “De madrugada vinieron a buscarte...”; “Tenías en los labios el frío del icono/ y un sudor mortal en la frente”. El contraste se hace visible entre el “Don apacible” y “Esta mujer está enferma/ esta mujer está sola”, dentro del  poema 2. Hay una negación, consciente de su imposibilidad, en el poema 3: “No soy yo esa, es otra quien sufre”, así como una  identificación con las otras víctimas.
En los poemas 4, 5 y 6 se halla todo un recorrido por la ansiedad de la espera, por la angustia ante el encierro del ser querido (su hijo Lev fue encarcelado; su primer marido, Nikolái Gumiliov, había sido fusilado); “Cómo, mi niño, las noches blancas/ te observan en la cárcel”. Para que, al final, sea La sentencia (poema 7), la que confirme lo temido: “Cayó la palabra de piedra/ en mi pecho aún vivo”; por ello “he de matar a la memoria”, aunque sea mediante el recuerdo como se puede reconstruir la experiencia  y hacer lo ido vivo.
Lanza una imprecación A la muerte, desafiándola: “Si has de venir, ¿por qué no vienes ahora? Mas esto puede conducir a la enajenación, al trastorno: “Ya la locura levanta su ala/ y cubre la mitad de mi alma”. “He comprendido que debo/ aceptar su victoria/ escuchar mi desvarío...” El penúltimo paso de este vía crucis es la Crucifixión, donde aproxima la pasión de la cruz a un tiempo presente, bajo el manto de un misterio, pues “Sólo a donde la madre guardaba silencio/ nadie se atrevió a alzar los ojos”.
El Epílogo es concluyente y definitorio. El conocimiento de lo ineludible no excluye la lúcida aceptación (pidiendo un ruego por ella y las demás):
“He aprendido cómo se hunden los rostros,
cómo bajo los párpados late el miedo,
cómo surca el sufrimiento las mejillas
con trazo rígido de signos cuneiformes,
cómo los negros rizos y los rizos de oro
de repente se vuelven pálida plata,
.........................................................
Si ruego, no es sólo por mí: ruego
por todas nosotras, hermanas en la desdicha...”
Aniversario y recuerdo; conmemoración. Para todas las mujeres víctimas ha elaborado este canto de difuntos (“vasto sudario”). Porque su boca es la de otros cien millones de almas. Sólo aceptaría un monumento erigido allí “donde permanecí de pie trescientas horas”. Y teme olvidar “en la paz de la muerte” los símbolos odiados. De ahí, que invoque a la memoria, aunque sea desde unos párpados de bronce. 
Articula Ajmátova este poema de poemas como un réquiem, una misa de difuntos; con los distintos pasos o estaciones de un peculiar vía crucis,  particular y colectivo (sin eludir la inevitable crucifixión). El dolor es la fuerza motriz que vertebra  y dinamiza el canto, sin por ello olvidar lo misterioso que envuelve la propia existencia. El desconsuelo, la pérdida, la muerte exigirían el olvido; pero, en la literatura, la recreación de esa amarga experiencia requiere la memoria. La poeta debe efectuar un desdoblamiento, pues a la experiencia del sufrimiento tiene que responder una contemplación estética, la de la propia creación poética, incluso aunque ello pueda abocar a la locura. Composición esencialmente lírica, es un lamento consciente -más allá de la mera melancolía elegiaca-, personal y colectivo,  alcanzando así una potencia que va más allá de lo particular como para adquirir una dimensión ética y civil.

© Copyright Rafael González Serrano

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